Yo pensaba que el Wat Suan Dok iba a ser “otro templo más”.

Entrar, mirar, decir “qué lindo”, y seguir camino.

Pero no. En cuestión de minutos estaba caminando entre las cenizas de toda la familia real de Chiang Mai, una estupa bañada en oro verdadero, y una mini estupa blanca donde —según dicen— descansan reliquias auténticas de Buda.

Nada mal para una tarde en la que solo pensaba “voy a dar una vueltita”.

El jardín donde los reyes siguen haciendo presencia

El lugar parece un jardín celestial: todo blanco, ordenado y tan pulcro que te da culpa pisar el pasto.

Cada una de esas estupas blancas guarda las cenizas de los reyes y princesas del antiguo Reino de Lanna.

Yo, curiosa como siempre, saqué el traductor para leer las plaquitas: “la gran abuela real”, “la princesa madre”, “la reina de la flor de loto”…

Básicamente, me metí sin querer en el panteón familiar de toda la monarquía tailandesa.

Y hay algo muy fuerte en eso. No solo por la historia, sino porque sentís el respeto con que todo está cuidado.

Es tan silencioso que hasta el viento parece bajar la voz cuando pasa.

El chedi dorado que brilla más que mi futuro

Después me crucé con la estupa dorada gigante, esa que brilla como si tuviera luz propia.

Pensé “ok, seguro es pintura dorada”, pero no: está recubierta con láminas de oro real.

La mandó construir el rey Kuena allá por 1371, para guardar una reliquia de Buda traída desde Sukhothai.

Y acá viene el momento mágico: la reliquia se duplicó sola.

Una parte se quedó acá y la otra fue al Doi Suthep, el templo que corona las montañas de Chiang Mai.

Así que sí, si ves el dorado reluciendo al atardecer, no es un efecto óptico: son siglos de fe brillando en tu cara.

Hago un paréntesis

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Adentro, el color y el silencio

Cuando entré al templo principal, me quedé quieta.

El interior es una explosión de azules, dorados e incienso, con columnas enormes, estatuas de Buda decoradas con piedras y un ambiente que te hace bajar las revoluciones sin que te lo propongas.

En el centro hay una estupa blanca pequeña, rodeada de cristal, que guarda las reliquias de Buda.

Sí, las verdaderas. Y verlas ahí, tan cerca, te da una sensación rara: como si el tiempo se detuviera y te dejara espiar la historia por una rendija.

Más adelante está el gran Buda dorado, y debajo, las urnas con las reliquias de monjes que enseñaron allí durante generaciones.

Todo impecable, cuidado con una devoción que se nota en cada rincón.

Los monjes jóvenes y las sillas del poder

De pronto empezó el movimiento.

Un grupo de monjes jóvenes apareció preparando la ceremonia de las seis y media: unos barriendo, otros alineando cojines, otros ajustando los cantos.

Ni una queja, ni una corrida, ni un apuro.

Y yo, que vivo corriendo hasta para tomar un colectivo, los miraba fascinada.

Alrededor del templo hay unas sillas enormes, talladas, con forma casi de tronos.

No son para descansar: son los asientos de los monjes de alto rango.

Y cuanto más decorada la silla, más importante el monje.

Así que sí, el poder también se mide en tallados y respaldo acolchado.

El atardecer que vale una reencarnación

Cuando salí, el cielo estaba naranja y el oro del chedi parecía encenderse solo.

Las estupas blancas se teñían de rosado y el aire olía a incienso y calma.

Me quedé parada ahí, mirando, pensando que si algún día reencarno, ojalá sea para barrer el jardín de este templo.

Aunque sea con un trapito, pero con ese paisaje.

Este es uno de esos lugares que sí o sí tenés que ir. De verdad, lo recomiendo con los ojos cerrados (y con una sonrisa de oreja a oreja).

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