Hoy salí otra vez a pataperrear por las calles de Chiang Mai, sin mapa, sin rumbo y con esa sensación de que algo lindo siempre aparece. A los pocos pasos, me encontré con un canal que me llamó la atención: un espejo de agua rodeando la ciudad antigua. Después me enteré de que se llama el foso de la Ciudad Vieja (Chiang Mai Moat), y que no es un adorno ni casualidad: fue construido hace siglos como una muralla defensiva para proteger la ciudad de los ataques birmanos. Hoy en día, lo que fue campo de batalla se convirtió en un paseo lleno de vida: motos, monjes, puestos de frutas, templos, perros durmiendo la siesta y turistas medio perdidos (como yo).

Caminando sin apuro, entre tanto dorado y tanto incienso, me topé con algo que me hizo frenar en seco: el Wat Sri Suphan, más conocido como el templo plateado. Si los templos dorados de Tailandia te dejan sin palabras, este directamente te saca un “¿¡Qué es esto!?” en voz alta. Todo —y cuando digo todo, es todo— está cubierto de plata: las paredes, las puertas, los dragones guardianes, hasta los escalones que pisás. Cada rincón está tallado con una precisión casi obsesiva, como si alguien hubiera pasado la vida entera dibujando filigranas con una aguja.

Durante el día ya es impresionante, pero cuando empieza a caer el sol y las luces se prenden, es de otro planeta. Las figuras plateadas brillan como si el templo respirara luz. Es hipnótico. Yo me quedé quieta, mirándolo, y por un momento tuve esa sensación de que el tiempo se frena, como cuando uno ve algo realmente hermoso.

Obviamente, me embalé. Entré con la cámara lista, fascinada, y a los pocos segundos se me acerca un monje, sonriente pero firme, para avisarme que las mujeres no pueden entrar al templo principal. Según su tradición, la energía femenina puede “interrumpir la pureza del recinto”. Me quedé afuera, con una mezcla de curiosidad, respeto y un poco de risa interna, porque claro, yo ya estaba adentro sacando fotos como si fuera la corresponsal de National Geographic. Pero bueno, me invitaron a salir amablemente, y me quedé observando desde afuera, que también tiene muchísimo para ver.

Hago un paréntesis

Recomendación personal

Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.

Abrís el link, ponés tus fechas y mirás tranquilo. Alternativas filtradas · Reserva online

El patio del templo está lleno de esculturas, relieves y pequeñas figuras que representan historias budistas, y hay un taller donde los artesanos trabajan el metal a mano. Si te quedás un rato, podés ver cómo moldean la plata con técnicas que vienen de generaciones. Eso, sumado al sonido del martillito y los cantos de los monjes al fondo, te hace sentir dentro de una película, pero sin efectos especiales: pura magia tailandesa.

Y como si faltara un toque de drama tropical, justo cuando anochecía, se largó una lluvia de esas que te empapan hasta los pensamientos. Me refugié bajo un techito y me quedé mirando cómo el agua caía sobre el templo iluminado, reflejando los relieves en el suelo mojado. Fue un momento de esos que no se planean pero se quedan grabados. Llegué al hostel hecha sopa, pero con el alma feliz.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *