Yo ya venía caminando por Chiang Mai con ese aire de “ya vi mil templos, qué más puede sorprenderme”.

Error.

Grave error.

Entro a Wat Phra Singh, y ¡pum!… te recibe una torre dorada gigante que parece salida de una película mitológica tailandesa.

No sé con qué la bañaron, pero brilla como si la lustraran todos los días con rayos de sol y lágrimas de unicornio.

Te deja ciega y feliz a la vez.

Y cuando pensás que ya está, que lo más impresionante es ese chedi que parece tocar el cielo… mirás un poco más y te encontrás con elefantes saliendo de las paredes.

Sí, saliendo.

No pintados. No tallados.

Saliendo. Como si el templo los estuviera pariendo.

Ahí me quedé, boca abierta, sin entender si estaba soñando, si me estaba insolando o si Buda me estaba haciendo un guiño.

Después averigüé: los elefantes son sagrados porque la mamá de Buda soñó que un elefante blanco entraba en su vientre antes de que él naciera.

Y claro, después de eso, el elefante quedó con más fama que Dumbo.

Por eso en los templos del norte de Tailandia, como este, están por todos lados, simbolizando pureza, poder y realeza.

Hago un paréntesis

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Pero lo mejor todavía no había llegado.

Entro al salón principal y veo un grupo de monjes meditando, quietos, concentradísimos.

Y pienso: “qué nivel de paz interior, por favor”.

Hasta que me acerco.

Y resulta que eran de cera.

Te juro que casi les hago reverencia.

La gente entra, se inclina, les deja flores… y ahí están, los monjes, inmóviles, con una expresión tan real que te dan ganas de preguntarles la hora.

No sé cuántos son, pero están tan bien hechos que te juro que si uno pestañea, salgo corriendo.

Los ves tan serenos, tan humanos, que te hacen dudar de todo.

Entre tanto dorado, incienso y monjes de cera, salís medio hipnotizada, como si hubieras entrado a otra dimensión.

Y justo afuera, Chiang Mai te da otro cachetazo de belleza: los faroles de colores colgando por todas partes.

Rojos, rosados, dorados, verdes, blancos.

Cada uno representa algo distinto: pureza, sabiduría, esperanza, y suerte.

Todo decorado porque el 6 de noviembre se celebra el Yi Peng, el festival donde se sueltan miles de faroles al cielo.

Dicen que es para dejar ir lo malo y pedir deseos nuevos.

Yo creo que también es una forma de practicar el “soltar” literal: si el farol no sube, es porque todavía no aprendiste la lección.

Así que sí: Wat Phra Singh no es “otro templo más”.

Es una mezcla de museo dorado, zoológico sagrado y clase magistral sobre cómo el budismo y el arte se fusionan en una sola postal.

Y además, te deja anécdotas que no te olvidás: elefantes saliendo de las paredes, monjes que parecen vivos, y faroles que te enseñan a dejar ir con estilo.

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