Yo solo quería caminar un rato después del mercado nocturno, despejarme del olor a frito y de esa mezcla entre incienso, pollo satay y ropa hippie que te persigue hasta el alma. Doblo por una calle lateral, medio sin rumbo, y de golpe… ¡bum! Una luz dorada me deja ciega por un segundo.

No era un farol, ni una linterna de papel, ni un puestito de pad thai. Era el chedi dorado de Wat Phan Thao, brillando como si lo hubieran enchufado directo al sol. Te juro que por un momento pensé que me había metido en una escena de “El retorno del Rey” versión budista.

El lugar parece una lámpara mágica tamaño edificio. Cada torre brilla más que la anterior, y todo el conjunto refleja la luz como si alguien lo hubiera pulido con paciencia y obsesión durante siglos. De cerca, los detalles son una locura: columnas doradas, figuras talladas, flores de loto, dragones, y esa sensación de que si lo tocás, capaz te dan ganas de pedir tres deseos.

Hago un paréntesis

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Y lo más impresionante: todo fue un palacio real. Sí, ahí vivía un rey del antiguo reino de Lanna, hasta que un día decidieron convertirlo en templo. Mantuvieron la estructura original de madera de teca, que todavía se siente viva, y le sumaron ese chedi dorado que parece flotar de noche.

El contraste es alucinante: el interior oscuro, de madera, huele a historia y a incienso, mientras afuera el oro brilla tanto que parece querer ganarle al cielo. Entrás y se te apaga el ruido del mundo. Todo se vuelve silencio, como si alguien te hubiera bajado el volumen de la cabeza.

Wat Phan Thao es una joya que no te avisa que está ahí. Simplemente aparece, te deslumbra y te deja con cara de “¿cómo puede existir algo tan lindo tan escondido?”.

Y esa es la magia de Chiang Mai: creés que vas a ver un templo más y terminás encontrando un pedazo de cielo que brilla sin pedir permiso.

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