Apenas bajé del avión en Chiang Mai, tiré la mochila en el hostel y, fiel a mi estilo de “no puedo quedarme quieta ni cinco minutos”, salí a caminar. A las tres cuadras me topé con un templo. No sabía ni cómo se llamaba, pero ya estaba adentro. Después supe: Wat Lok Moli.
De afuera no dice mucho, pero apenas entrás entendés que tiene algo. No hay carteles luminosos, ni hordas de turistas con sombrero y palo selfie. Es tranquilo, silencioso, con ese aire de “acá el tiempo va más despacio”.
Lo primero que ves es un portal de madera tallada con figuras doradas que brillan con el sol. Detrás, un jardincito con banderines de colores, estatuas de Buda, flores frescas y olor a incienso que te deja mareada pero feliz.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
Y al fondo, el protagonista: un chedi gigante de ladrillo, de esos que parecen haber sobrevivido a tres terremotos y siguen parados con orgullo. Está medio gastado, pero imponente. Es del siglo XIV, así que ya se ganó el derecho a estar arrugado.
Como si fuera poco, justo estaban preparando el festival de las linternas (Yi Peng), así que el templo estaba vestido de fiesta. Cientos de lamparitas colgaban del techo, cada una de un color distinto, moviéndose con el viento. Había rojas, amarillas, azules, blancas… parecía una feria de sueños flotando sobre tu cabeza.
La gente local caminaba despacio, dejaba flores, encendía velas, algunos hacían reverencias frente a los budas. Y yo, como buena entrometida curiosa, metida entre todos, tratando de entender todo y sin entender nada, pero feliz igual.
Lo más lindo es que no hay aire acondicionado y aun así se siente fresco. Tiene algo que te calma, como si el templo respirara despacito y te invitara a hacer lo mismo.
Chiang Mai me recibió así: con orden, respeto, semáforos que funcionan (¡sí, frenan los autos!), y templos que te obligan a bajar una marcha aunque vengas a mil.
Wat Lok Moli no es el más famoso, ni el más brillante, pero tiene eso que me gusta: lugares que parecen quietos, pero te mueven por dentro.
