Hoy salí, como siempre, a caminar sin rumbo. Porque si hay algo que me sale bien, es salir a descubrir sin saber qué voy a encontrar. Chiang Mai me encanta: es como Bangkok después de hacer terapia. Calles limpias, gente amable, motos que no te quieren atropellar y un aire tan tranquilo que te baja el ritmo sin pedir permiso.

A los pocos pasos ya me llega ese olor raro que no es incienso ni jazmín. Era marihuana. Acá es legal venderla, pero no fumarla en la calle. O sea, podés comprarla, olerle las flores, hablarle, pero si la prendés, te cae la ley del karma versión policía. Todo muy budista, pero con control de humo.

Sigo caminando entre templos y puestos de jugo con nombres raros y me topo con una joya: Wat Chedi Luang. La entrada cuesta 50 baht, o sea, un dólar y medio. En Argentina con eso no te comprás ni una factura, y acá te dan espiritualidad, historia y vista panorámica.

Apenas entrás, te encontrás con una fila de Budas dorados, uno por cada día del año. Los tailandeses van al del día de su cumpleaños, le dejan plata o le pegan láminas de oro. Todo brilla, todo huele a incienso y a devoción. Yo miraba esas figuras y pensaba que si el karma se limpiara así de fácil, ya estaría lista para canonización.

Más adelante está la gran estructura central, una mole de piedra impresionante que fue hogar del Buda Esmeralda, el más venerado de Tailandia antes de mudarse a Bangkok. A los costados, elefantes blancos tallados y serpientes guardianas con cara de pocos amigos. Según la leyenda, una serpiente blanca protegió a Buda cuando un rayo casi lo parte al medio. Y ahí entendí por qué las serpientes acá son sagradas: no te muerden, te salvan del clima.

Hago un paréntesis

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El templo fue parcialmente destruido por un terremoto en el siglo XV, pero sigue de pie, con esa elegancia de las cosas que envejecen bien. Entre los monjes rezando, el olor a incienso y el silencio que parece tener sonido, hay algo que te frena y te hace quedarte quieta, cosa que en mí ya es un milagro.

Cuando salí, el sol caía justo sobre los elefantes y las piedras parecían brillar por cuenta propia. Me quedé un rato mirando, sin hacer nada, solo estando ahí. Chiang Mai tiene eso: te obliga a bajar un cambio, aunque no quieras.

Un día de templos, oro, serpientes guardianas y olor a porro. Así, un día cualquiera en Chiang Mai.

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