Hoy no hubo templos, ni tours, ni caminatas con Google Maps al hombro. Hoy me tiré a la playa de Kuta a hacer algo que casi nunca me permito: nada. Sí, yo, la que no puede estar quieta ni en misa, me transformé en lagartija balinesa.

Apenas llegás, ya la vida misma te da la bienvenida: no diste dos pasos y ya te ofrecen moto, trencitas, sarong, masajes, tablas de surf, y lo que se te ocurra. Eso sí, aunque les digas que no, ellos siguen con una sonrisa tatuada en la cara, como si estuvieran en un concurso de dientes blancos.

Hago un paréntesis

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Me acomodé en la arena y me dediqué a mirar. Los que aprendían surf eran mi Netflix del día: se caían, se revolcaban, tragaban medio océano y se volvían a parar como si fueran campeones mundiales. Los heladeros pasaban cada dos por tres, y yo, fiel a mi instinto de golosa, terminé con un heladito de maracuyá que me duró menos que un suspiro.

Y así pasó la tarde, entre risas ajenas, el sonido del mar y mi propia sorpresa de estar quieta sin sentir culpa. El sol se escondió en un atardecer de postal, y yo me quedé ahí, pensando: “Mirá vos, Nadita, hoy hiciste la vida de turista normal… ¡y hasta te gustó!”.

Pero la frutilla del postre fue al volver al hostel: me crucé con un balinés cantando karaoke en vivo, música alegre, re pegadiza. Yo era el único público y me puse a hacer palmas como si estuviera en un recital privado. Él feliz, los amigos aplaudían, yo también, y por un momento sentí que estaba en el club. En cualquier momento me subía a cantar, pero me controlé… por el bien de todos.

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