Un día cualquiera en Ubud —porque en Bali los días cualquiera nunca son tan cualquiera—, me agarró la loca y me tomé un bus rumbo a una de esas playas que te prometen arena blanca y palmeras. Spoiler: estaba medio nublado. Nada de postal caribeña. Pero ya estaba ahí, así que empecé a caminar, medio sin rumbo, medio como hacen los personajes cuando empieza la parte linda de la película.

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Y de repente… veo gente. No turistas, no vendedores, no instagramers. Gente del lugar. Vestidos de blanco. Un hombre mayor —con una presencia que imponía respeto y ternura al mismo tiempo— y varias mujeres, también vestidas con sus sarongs y cintas a la cintura. Estaban arrodillados, en silencio, frente al mar. Rodeados de flores, frutas, pequeños cuencos, varas de bambú trenzado, incienso… y esa paz.

Me quedé ahí, espiando sin molestar, con cara de “soy invisible, prometo”. Estaban haciendo una ceremonia de ofrenda al mar, algo que los balineses hacen para dar gracias, para honrar a los dioses y a los elementos, para pedir armonía y equilibrio. Esa conexión con la naturaleza es tan profunda que se siente como si todo tuviera alma: el agua, el viento, el arroz, el coco. Me emocionó. No entendía nada pero entendía todo.

Después, seguí caminando. Ya estaba atardeciendo y el cielo empezó a ponerse de ese naranja que no sabés si es real o si te metiste sin querer en un cuadro. Y justo ahí, cuando pensé que ya nada más me podía sorprender… veo un monstruo.

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Sí, sí, un bicho gigante, peludo, con una cara que mezclaba un león, un perro y una máscara dorada, caminando por la playa. Primero pensé que estaba delirando por el calor. Pero no. Era real. Se movía como un gusano feliz, con un ritmo entre torpe y elegante. Te juro que parecía que me iba a abrazar y después salía corriendo. Reí sola. Me asusté un poquito. Me volví a reír.

Después me enteré que ese “gusano peludo con cara de león y ritmo de borracho feliz” no era una alucinación tropical ni parte de un desfile escolar. Se llamaba Barong, y no solo era real, sino que era una de las figuras más sagradas de toda Bali. Ups.

El Barong es como el protector oficial del pueblo. Un espíritu bueno, buena onda, medio torpe y peludo, que aparece en las danzas tradicionales para representar al bien. Pero ojo: no es el típico héroe musculoso con espada. No, no. El Barong se mueve como si tuviera sandías en las patas y parece que en cualquier momento se tropieza. Y sin embargo… ¡tiene algo magnético!

La danza donde aparece se llama Barong Dance, y es una especie de obra de teatro mitológica donde se enfrenta a Rangda, la reina del mal. Rangda es básicamente lo opuesto: pelo largo, cara de loca, lengua afuera, mirada que da miedo y vibes de “bruja despeinada que no durmió en tres siglos”. Ella representa el caos, los demonios, el quilombo universal.

Entonces el Barong y Rangda bailan, se enfrentan, se esquivan, se gritan (metafóricamente) y luchan. Pero no es que uno gana y el otro pierde. Porque en la filosofía balinesa, el bien y el mal conviven, se equilibran, se necesitan. Son parte de la misma danza. Como el dulce y el picante. Como una misma yo cuando estoy contenta y cuando no dormí. Todo forma parte del todo.

Y ahora que lo pienso, claro que me emocioné cuando lo vi caminando por la playa. ¡Cómo no me iba a emocionar! Si era la representación viviente de todas nuestras contradicciones: protector pero ridículo, fuerte pero gracioso, espiritual pero abrazable.

Ese día aprendí que a veces el bien no viene en forma de superhéroe… sino de bicho peludo con cara de meme y alma de guardián.

Volví al alojamiento con la cabeza volada, el corazón contento y las piernas cansadas. Mi hospedaje era típico balinés, con esas casitas enfrentadas alrededor de una pileta como de cuento, flores por todos lados y un altar lleno de detalles que no sabía si eran para rezar o simplemente para hacerte suspirar.

Me recibió el dueño, un señor balinés con una sonrisa tan amable que parecía de otro tiempo. De esos que no te apuran, que te miran a los ojos, que te hacen sentir que no sos una turista más, sino una invitada. Me habló despacito en inglés mezclado con un balinés que no entendía, pero entendí todo.

Y de pronto me dice: “This is my granddaughter.”

Y aparece… la bebita balinesa más hermosa que vi en mi vida. Vestidita como una mini princesa del templo, con una gorrita que parecía hecha especialmente para derretirme el corazón. Morí de amor. Pero de verdad. Me agaché, le sonreí y ella me miró con esos ojitos negros gigantes como diciendo: “Bienvenida a mi isla”.

Pero lo mejor de todo fue la cama.

Sí, la cama. Porque no era una cama cualquiera: era una de esas que de chiquita soñás dormir alguna vez. Con tul. ¡Con tul colgante! Como si estuvieras adentro de una nube suave que te protege de los mosquitos y de los pensamientos feos. Una mini carpa de princesa. Me senté ahí, me miré los pies llenos de arena, y pensé: “Este día me lo inventé yo sin querer”.

Así terminó uno de los días más mágicos, raros y hermosos que viví en Bali. Entre una ceremonia al océano, un dragón peludo bailarín y una cama que era un sueño cumplido.


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