Hoy llegué a Ubud con toda la emoción del mundo. Dejé la mochila en el hostel y ni respiré: salí directo a caminar, porque si me sentaba un minuto, me derretía ahí mismo. Tenía una sola meta: perderme entre las callecitas de Ubud, y lo logré con honores.

Me fui al Campuhan Ridge Walk —aunque te juro que al principio no sabía ni cómo se pronunciaba—. Es un caminito entre arrozales, colinitas verdes y una vista que te deja muda… hasta que recordás que te olvidaste el gorro y el protector solar. Pero ya estás ahí, así que te hacés la fuerte.

Apenas arrancás, te recibe el Templo Gunung Lebah, con sus guardianes de piedra, esos monstruitos que parecen decirte “mirá que acá se entra con respeto, ¿eh?”. En cada esquina hay ofrendas: canastitas de flores e incienso tan delicadas que parecen hechas por hadas con paciencia balinesa.

Yo caminaba derretida, con las ojotas (gran error), el sol en la nuca y la sonrisa de quien sabe que la va a pasar bárbaro aunque quede tostada. Pero valió cada gota de sudor. Ubud tiene esa magia de hacerte olvidar el calor, los mosquitos y el hecho de que tus pies piden auxilio.

Después de tanta caminata espiritual, mi estómago dijo “ahora me toca a mí”. Salí a cenar a un lugarcito lleno de humo de incienso, motos y luces cálidas. Pedí unos noodles fritos vegetarianos, que estaban buenísimos… hasta que descubrí que traían más ajo que el exorcista de la esquina. Creo que con una mordida espanté todos los malos espíritus de la isla.

Y justo cuando me estaba reponiendo del “shock ajo”, arrancó un baile balinés.

Ahí me quedé, tiesa. Las bailarinas aparecieron vestidas como diosas doradas y empezaron a moverse con una elegancia que te deja sin palabras… hasta que notás los ojos.

Esos ojos hacen TODO el trabajo. Los abren, los giran, los clavan en vos, los sacuden, los agrandan más todavía. Te juro que una me miró tan fijo que pensé: “listo, me está leyendo la mente… o detectó el olor a ajo”.

En un momento abrí tanto los ojos de la impresión que si alguien me veía pensaba que yo también formaba parte del show. Entre los sonidos metálicos del gamelán, el incienso y el ajo saliendo por mis poros, me sentí totalmente en Bali: espiritual, transpirada y feliz de la vida.

Hago un paréntesis

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Ubud me recibió con todo: templos, arrozales, ajo y miradas que te atraviesan el alma. Y yo, feliz, me dejé llevar, porque si algo aprendí acá es que Bali no se explica, se vive… con repelente, agua y sentido del humor.

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