Antes de llegar al templo, me quedé hipnotizada mirando a una mujer que llevaba en la cabeza una montaña de cosas: flores, frutas, sahumerios, y probablemente el almuerzo también. Caminaba con una elegancia y un equilibrio que ya quisiera yo tener incluso sin peso encima. Y ahí pensé: en Bali, la espiritualidad se equilibra como esas bandejas en la cabeza —con calma, gracia y una sonrisa que no se les borra ni con 30 grados a la sombra.
Unos pasos más adelante, vi a otra mujer sembrando arroz, agachada hasta los tobillos en el agua, moviendo las manos con una delicadeza casi hipnótica. Ni una gota de apuro, ni una queja. Yo la miraba y pensaba: “yo con esa paciencia no logro ni desenredar mis auriculares”.
Con todo ese despliegue de serenidad y equilibrio alrededor, crucé la calle inspirada y me fui directo al Templo Saraswati en Ubud. Desde afuera parece chiquito, pero cuando entrás… te atrapa. Dos lagunitas llenas de flores de loto, esculturas cubiertas de musgo y puertas doradas que parecen talladas con lupa.
Ahí iba yo, caminando despacito entre los lotos, muy espiritual, muy “soy una con el universo”, hasta que… casi me voy de cabeza al estanque. Tropecé con un escaloncito invisible y, por un microsegundo, vi mi destino: yo, flotando entre los lotos, parte del paisaje. Pero no, logré mantener el equilibrio (y la dignidad), y seguí caminando como si nada. Si alguien lo vio, que sepa que fue parte de mi danza espiritual improvisada.
Más allá de mi casi ritual acuático, el templo es una joya. Todo está tan limpio y cuidado que da gusto. Y lo mejor: justo al lado hay un barcito con vista al estanque, ideal para sentarte a tomar algo y agradecer que seguís seca y viva.
Hago un paréntesis
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