Si alguna vez soñaste con surfear en Bali, te voy a contar lo que nadie te dice: no es tan fácil como parece, pero te juro que vale cada chapuzón, cada músculo dolorido y cada gramo de dignidad que se te va entre las olas.
Yo tenía este sueño desde hace años: surfear. Pero no en cualquier lado, no. Tenía que ser en Bali, con ese mar azul de película y las olas que parecen coreografiadas por el universo. Así que me levanté un día decidida, sin desayunar coraje ni equilibrio, y dije: “Hoy es el día. Hoy me convierto en surfista”.
Antes de arrancar, ya estaba más nerviosa que cuando pasás por migraciones con cara de que llevás droga aunque no llevás nada. El profe me hablaba en inglés con acento balinés, y yo asentía con una seguridad que no tenía. Lo único que entendí clarito fue “paddle, paddle!”. O sea, remar. Y ahí empecé mi carrera profesional de remo sin rumbo.
A los cinco minutos ya sentía los brazos como si me hubiese peleado con una impresora. Pero el tipo insistía: “Keep going!”. Y yo pensaba: “Keep going las narices, no siento los hombros”.

rimera ola: desastre total. La tabla me escupió como si fuera alérgica a mí. Terminé revolcada, con el pelo tipo spaghetti mojado y la bikini apuntando al sudeste asiático. Pero no me rendí. Nadita no se rinde, aunque trague medio océano.
Segunda ola:

Segunda ola: ahí vino la redención. El profe me empuja la tabla, me grita “stand up!”, y yo pienso “sí, claro, querido, si apenas puedo pararme en tierra firme”. Pero algo se alineó en el universo: me levanté. No sé si fue equilibrio o puro milagro, pero estuve de pie.
Por unos segundos, el tiempo se detuvo. Sentí el viento en la cara, el agua corriendo bajo mis pies, el corazón latiendo como si me estuviera aplaudiendo desde adentro. Fue una sensación rara, entre volar, flotar y gritar internamente “¡mirá mamá, no me caí todavía!”.
Después vinieron más olas, más caídas, más risas. Me revolqué tantas veces que podría dar clases de cómo caerse con estilo. Pero también entendí algo que me quedó grabado: surfear no es solo subirse a una tabla, es aprender a rendirse al movimiento. Si intentás controlar la ola, te tira. Si la dejás fluir, te lleva. Una lección de vida, versión acuática.
Cuando terminé, estaba destruida pero feliz. Caminé hasta la orilla con la tabla bajo el brazo, el pelo pegoteado de sal y una sonrisa que no me la sacaba ni el sol del mediodía. Pagué 20 dólares por la clase, pero fue la mejor inversión de mi vida. No por el surf, sino por esa sensación de haber hecho algo que me daba miedo y descubrir que podía hacerlo.

Así que sí, lo voy a volver a hacer. Quizás no mañana, porque mis brazos están negociando un paro general, pero pronto. Porque hay momentos en los viajes que no se compran ni se planean, solo se viven. Y surfear en Bali fue uno de esos.
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Hago un paréntesis
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Te aseguro que después de la primera ola, vas a entender por qué Bali es el paraíso de los surfistas… y por qué Nadita casi se muda al mar.

