Todo empezó como un día cualquiera en Vietnam: lluvia. Porque claro, si no llueve, no es Vietnam, ¿no? Me subí a un barquito para explorar una zona mágica en Ninh Binh —ni idea cómo se llamaba el lugar, pero seguro tenía un nombre impronunciable y lleno de encanto—.

Estaba tranquilamente en el barco, disfrutando el paisaje, cuando de golpe veo a un hombre remando. Pero no como estamos acostumbrados. No. ¡Estaba remando con los pies!
Sí, con los pies. Me quedé mirando como si hubiera visto un ovni, pero con remo. Pensé: “No puede ser… ¿eso está pasando de verdad o me está dando el sol en la cabeza?”. Pero sí, estaba pasando. Y no era uno, ¡eran varios! Hombres, mujeres… todos ahí, sentados, con las piernas estiradas, usando los pies como si fueran brazos reencarnados en remo profesional.
Y no solo lo hacen, ¡lo hacen bien! Parece que tienen más fuerza con los pies que yo con toda mi voluntad junta. Aguantan más, se deslizan por el agua como si nada. Y yo ahí, boquiabierta, sintiéndome una larva inútil al lado de esa gente.
Me dieron ganas de preguntarles cómo lo aprendieron, si nacen sabiendo o si hay una escuela oficial de “remo con pies nivel experto”. Pero después me quedé en silencio, admirando. Porque hay momentos que es mejor vivirlos así: con la boca abierta, el alma curiosa y el corazón viajero.
Y ahí entendí: viajar es esto, descubrir que en otras partes del mundo hasta remar se hace distinto… ¡y con estilo!
Íbamos tranquilos, sacando fotos, cuando el cielo decidió que era hora de lavar el sudeste asiático entero. Empezó a llover… y no paró más. De repente, el bote en el que veníamos, que era más una palangana flotante que un transporte seguro, empezó a llenarse de agua. Y yo, con lo único importante que tenía encima: mi tarjeta y mi pasaporte. Nada de salvavidas, nada de motor, nada de techo.
Por un segundo, pensé: “Bueno, esta es mi despedida, Vietnam me traga.” Una mujer que venía cerca gritaba, otro se reía (nunca falta el optimista), y yo ya imaginaba mi foto en el diario: “Turista argentina naufraga en lago vietnamita con un pasaporte y una sonrisa”.
Pero no, una señora local —una genia total— agarra, me mira y me tira un tupper. ¡Un tupper! Como quien dice: “Tomá, arreglate”. Así que ahí me tenés: remando con un tupper, sacando agua del bote como si fuera una escena de Titanic versión sudeste asiático.

Veinte minutos más tarde, mojada, riéndome del drama, y con los brazos tipo Popeye, llegamos a un lugar tan hermoso que casi me olvido que estuve a punto de convertirme en sirena. Montañas verdes, agua tranquila, templos escondidos, todo cubierto por una bruma que le daba un aire de película.
Y sí, hay fotos… la mayoría fallidas, con el pelo pegado a la cara y cara de “¿quién me mandó?”. Pero la experiencia fue única, una más de esas locuras que solo me pueden pasar a mí.

Porque al final, allá uno se hace todo un mundo en la cabeza, se cree que se viene el apocalipsis por una lluviecita… y ellos, tranquilos. Aunque el bote parezca una tabla de planchar, largo, angosto y frágil, allá sigue, flotando como si nada.
Y vos también. Porque en Vietnam —como en la vida— a veces solo necesitás un poco de confianza… y un buen tupper.?”. Pero la experiencia fue única, una más de esas locuras que solo me pueden pasar a mí, y que me recuerdan que los mejores recuerdos suelen venir en envoltorios mojados y con forma de tupper.

¿Querés vivir esta locura hermosa vos también?
Este fue uno de los grandes aciertos de mi viaje por Vietnam. Si estás en Hanoi, no te pierdas el tour a Ninh Binh:
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