Llegué a Bangkok y… ¡boom! Un shock cultural directo al alma. Apenas puse un pie fuera del aeropuerto, la ciudad me recibió con un diluvio tropical como si me estuviera diciendo: “¡Bienvenida, Nadia, preparate!”. Yo, con la campera en mano y el entusiasmo intacto, salí a recorrer la ciudad como si nada.

Lo increíble de Bangkok es que en pocas cuadras podés ver siglos de historia. Caminando —porque sí, todo lo hice caminando como buena mochilera testaruda— llegué hasta el majestuoso Palacio Real. Es todo tan dorado, tan impecable, tan sagrado… que claro, no podés entrar así nomás. Yo no tenía los hombros cubiertos (¿quién lo hubiera pensado con 40° de sensación térmica?), así que terminé comprando un pañuelito de emergencia para cumplir con el código de vestimenta.

En los templos aprendí rápido: regla de oro —y sí, literalmente— es que tenés que sacarte las sandalias para entrar. Varias veces me retaron por olvidarme. Pero bueno, soy argentina, nos cuesta no andar con los zapatos puestos, ¿ok?

Dentro del Palacio me encontré con algo que me voló la cabeza: un árbol entero lleno de billetes, como un bonsái de la abundancia. Lo más loco: ¡nadie lo tocaba! Ahí te das cuenta del respeto y la devoción que tienen por sus símbolos.

Cuando cayó la noche, la ciudad se transformó. Había una especie de festival en la plaza principal, con luces, música y baile. Un grupo de nenas tailandesas, vestidas con trajes típicos, vinieron corriendo a pedirme una foto. ¡¿Yo?! ¡Si yo quería sacarme la foto con ellas! Pero bueno, así fue, terminé en una selfie grupal con cara de recién salida del avión y del diluvio, pero feliz como nunca.

Llegar al Gran Palacio de Bangkok es como meterte en una caja de joyas abierta al sol. Todo brilla, todo encandila, todo es dorado, reluciente y casi irreal. Sentís que estás entrando en una película épica tailandesa donde cada rincón está hecho para dejarte con la boca abierta.

Apenas cruzás la entrada, te abrazan los colores, los detalles, los dragones tallados, los techos puntiagudos con dorado que compite con el sol, y una cantidad de turistas que no sabías que existían. Pero no importa. Porque vos estás ahí, parada frente a uno de los lugares más sagrados y espectaculares de Tailandia, tratando de no pestañear para no perderte nada.

Lo que más me impresionó fue el Templo del Buda Esmeralda, que está adentro del complejo. Chiquito, sí, pero imponente. El Buda está ahí, sentado con cara de “yo acá tranquilo, ustedes tranqui también”, pero con una energía que se siente. Cambian su ropita tres veces al año según la estación, como si fuese el ícono fashionista espiritual de Bangkok. Y sí: está hecho de jade, no de esmeralda, pero a quién le importa con esa vibra.

Todo el complejo está pensado al detalle: murales gigantes, demonios que custodian puertas, columnas con espejitos que brillan con solo mirarlos. Te sentís caminando dentro de un templo joya. Pero eso sí: andar con ropa respetuosa, porque acá no entrás en short ni con los hombros al aire. Y no es solo una regla: es una señal de respeto a la cultura y al lugar sagrado que estás pisando.

Salís del Gran Palacio mareada de tanto dorado, pero feliz, con la sensación de haber entrado a un mundo paralelo donde el arte, la espiritualidad y la historia se unieron para crear algo inolvidable.


Bangkok no me dio tregua, pero me dio todo: lluvia tropical, templos dorados, bailes inesperados y un árbol lleno de billetes que nadie se atrevía a tocar.

Me quedé en el Kinnon Deluxe Hostel, un espacio cómodo en pleno corazón de la ciudad, ideal para vivir todo esto caminando y empapada (de agua y emociones).

Si venís, dejá los prejuicios y traé los sentidos bien despiertos. Porque Bangkok no se entiende, se siente.

Equipaje inteligente para mujeres que se animan a recorrer Asia.

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