En Tailandia, antes de levantar una casa, lo primero que construyen no es el baño ni la cocina. No. Lo primero es una casita para los espíritus. Sí, una mini casa al costado del terreno, con su techo, su puertita y hasta su mini balcón, para que los espíritus se sientan cómodos y, sobre todo, no se ofendan. Dicen que si no les hacés su casita, se te arma lío: te cortan la suerte, no llueve, se rompen las cosas o te peleás con el vecino. Así que los tailandeses, muy prácticos ellos, prefieren tenerlos contentos. Les ponen flores, arroz y hasta jugo en cajita. Todo un servicio espiritual, versión all inclusive.

Y fue pensando en eso —en esos espíritus con su casita VIP— que una mañana en Chiang Mai me crucé con otra casita azul, pero esta vez para los espíritus del pasado. Desde afuera no decía nada: una casa simple, de madera, pintada de un celeste algo desteñido. Ni cartel, ni luces, ni turistas. Pero yo, que tengo un radar para las rarezas, me dije: “acá hay historia”. Y sin pensarlo, entré.

Era la Lanna Photo Gallery, una joyita escondida en el corazón del casco antiguo. Entrada gratuita, cero pretensión, y el tipo de silencio que te hace bajar la voz aunque no haya nadie. Apenas entré, sentí ese olor a madera vieja, a polvo con historia. En las paredes, fotos por todos lados: retratos, paisajes, tradiciones del norte de Tailandia. Era como meterse en un álbum familiar gigante, pero sin parientes incómodos.

Hago un paréntesis

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Las primeras que me atraparon fueron las mujeres. Qué manera de vestirse, por favor. Cada una con trajes distintos, llenos de color, bordados, cuentas y tocados que parecían esculturas. Después leí que no eran simplemente decorativos: la ropa contaba quién era cada mujer. Las faldas y los cinturones marcaban si eran solteras, casadas, viudas o de qué familia venían. Hasta los colores hablaban. Un lenguaje hecho de hilos. Me quedé pensando que allá no hay Tinder: con solo mirarte la falda, ya saben tu estado civil y medio árbol genealógico.

En otra sala, había fotos en blanco y negro de mujeres con canastas enormes a la espalda. Nada de poses forzadas ni sonrisas falsas. Eran retratos tan sinceros que te daban ganas de pedirles perdón por mirarlas tanto. Esas imágenes transmitían una mezcla de fuerza, calma y orgullo difícil de explicar. Mujeres que no necesitaban decir nada, porque ya lo estaban diciendo todo con su mirada.

Más adelante, me topé con los hombres de las máscaras. Ahí sí que me quedé un buen rato. Vestidos con trajes hechos de hojas, ramas y tiras de tela de colores, parecían parte del bosque. Las máscaras, talladas a mano, eran tan expresivas que daban entre respeto y ternura. Descubrí que esos trajes se usaban en antiguos rituales para atraer la lluvia y la buena energía. Me los imaginé ahí, bailando entre árboles y tambores, intentando convencer al cielo. Y pensé: si eso funcionara en Argentina, ya habría grupos bailando disfrazados cada vez que se corta el agua en verano.

Después apareció la foto de una niña vestida de blanco, toda con ropa cosida a mano por su familia. Decía el cartel que en el norte todavía conservan esa costumbre: no compran la ropa, la hacen. Cada puntada lleva historia y amor. Me quedé mirándola un buen rato, pensando en lo distinto que es cuando algo lleva tiempo y cariño detrás.

Y ahí, entre foto y foto, entendí que esa casita azul no era solo una galería: era una casa para los espíritus del pasado. Un lugar donde todavía viven las historias, las tradiciones, las miradas, los rituales y la forma en que la gente del norte de Tailandia entendía el mundo.

Salí a la calle con el corazón lleno y la cabeza flotando. Afuera seguía el ruido, las motos, los cafés, el sol cayendo entre los cables, pero yo todavía estaba ahí adentro, rodeada de esas fotos que parecían susurrarte: gracias por venir a visitarnos.

Así que si alguna vez andás por Chiang Mai y ves una casita azul que no parece nada, no la pases de largo. Entrá. Capaz los espíritus te están esperando para contarte sus historias.

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