Bueno, voy a relatar esto porque no puedo creer lo que viví… y porque si no lo cuento exploto.

Resulta que en Ao Nang hay una playa hermosa, escondida y súper tranquila que se llama Pai Plong Beach.

Hermosa, paradisíaca, chiquita…

PERO para llegar tenés que atravesar el legendario Monkey Trail:

una pasarela en la selva donde vos sos visitante y los monos son la AFIP, la aduana, la policía fronteriza y el ministerio de ambiente todo junto.

Yo arranqué toda confiada, con mi mochila, mi botellita de agua, caminando como si el día fuera una fiesta espiritual.

“Qué lindo el senderito”, pensé.

“Qué naturaleza tan serena”, pensé.

“Qué vibra de viajera iluminada”, pensé…

A los cinco minutos me comí todas mis palabras.

Aparece un mono.

Bien.

Aparece otro.

Normal.

Aparece un tercero mirándome fijo.

Simpático.

A los diez metros ya estaba en medio de un cumpleaños de monos, todos saltando, colgados, caminando, charlando entre ellos, como si yo fuera la TÍA que llegó sin regalo.

Y ahí entendí:

ellos mandan.

No vos.

No el visitante.

Ellos.

La escena era así: yo avanzando con dignidad impostada y los monos moviéndose alrededor mío como si yo fuera un árbol que habla.

Uno se me cruzó adelante y me miró con una actitud de “¿vos quién sos y qué hacés en mi pasarela?”.

Otro, más atrevido, me analizó la mochila como si fuera un control de aeropuerto:

“A ver… ¿qué trajiste? ¿Fruta? ¿Bizcochitos? ¿Algún souvenir interesante?”

Y ahí recordé la regla sagrada del Monkey Trail, que todo el mundo aprende AL PASO:

NO LOS MIRES DIRECTO A LOS OJOS.

Nunca.

Bajo ninguna circunstancia.

Porque ellos interpretan un simple vistazo como si los estuvieras desafiando a duelo.

Hago un paréntesis

Recomendación personal

Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.

Abrís el link, ponés tus fechas y mirás tranquilo. Alternativas filtradas · Reserva online

Entonces yo caminaba con el cuello rígido, mirando el horizonte como si fuera actriz de novela mexicana, tipo:

“Yo no estoy viendo nada, yo estoy meditando, yo soy luz y paz”.

Por dentro:

“Nadita, si mirás a uno fijo, cagaste.”

Ellos caminaban al lado mío con la naturalidad de quien está en su casa.

Uno incluso pasó tan cerca que sentí el “permiso” con el codo.

Había algunos comiendo, otros trepándose, otros simplemente espiando.

Y yo ahí, tratando de parecer profesional:

—Tu cara inmutable

—Tu alma llorando un poquito.

Pero lo más gracioso era el VARIEDAD de personalidades que tenían.

Estaba el mono “líder de la banda”, que se te planta adelante como para medir tu energía.

El mono “seguridad”, que te mira la mochila como si la fuera a escanear.

El mono “vecino chusma”, que te observa de lejos con los brazos cruzados metafóricos.

El mono “niño inquieto”, que pasa a mil saltando entre ramas como si estuviera en recreo.

Y ahí iba yo, caminando con dignidad falsa, entre nerviosa y fascinada, diciéndome:

“No corras.

No grites.

No te rías fuerte.

No pestañees raro.

No digas nada.

Solo fluí… que ellos sienten TODO.”

Pero te juro, TE JURO, que es tan surrealista que entre susto y susto te agarran ataques de risa porque no podés creer la situación.

Es como entrar en el Gran Hermano de los monos, y vos sos la participante nueva que entra sin presentación.

Y cuando por fin salís de ese desfile zoológico, aparecés en Pai Plong Beach, que es como caer en un oasis:

agua clarita, calma, un silencio que parece editado, una playita abrazada por paredes de roca, tranquila y escondida del mundo.

Y ahí decís:

“Bueno… valió totalmente la pena que me hagan el control de equipaje los monos sindicalizados.”

Es una aventura, literal:

medio safari, medio comedia, medio “ay Dios mío”, medio “qué belleza”.

Todo al mismo tiempo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *