Bueno… viste esos días que arrancan medio sin ganas, con lluvia que no se decide: cae, para, cae, y vos ahí sin saber si sacar el piloto o la toalla. Así estaba Chiang Mai esa tarde. Pero igual salí, porque si algo aprendí en Asia es que si esperás a que no llueva, no hacés nada hasta el año nuevo lunar.
Caminando sin rumbo (mi especialidad), me topé con un templo que parecía una maqueta pintada por alguien con exceso de entusiasmo. Wat Dat Thai, creo —porque entre tanto “Wat” ya tengo el diploma honorífico de confundirme templos. Desde afuera brillaba como si tuviera luces LED internas: dorados, rojos, verdes, azules… un carnaval sin comparsa.
Entré y era todavía mejor. Había figuras, flores, dragones, elefantes, budas y hasta un gato que me miró como diciendo “no pises la lalfombra sagrada, turista”. El aire olía a incienso, y entre tanto color vi aparecer una fila de monjecitos chiquitos, con las túnicas anaranjadas brillando bajo la luz de las velas. Iban calladitos, súper concentrados, como si supieran un secreto que los adultos olvidamos.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
Después me contaron que a esa hora los novicios van al templo a rezar, estudiar y preparar ofrendas. También ayudan a encender las lámparas para las ceremonias. Y claro, ahí entendí por qué se los ve tan serenos: ¡deben absorber toda la calma por ósmosis!


Más tarde, volviendo al hostel, la dueña del Chisa Hostel Chiang Mai —una genia total, de esas que te hacen sentir adoptada y te prepara el desayuno como si fueras su hija preferida— me dice:
“Hoy hay una ceremonia muy especial, andá al muro antiguo. Vas a ver algo hermoso.”
Y, bueno, cuando una tailandesa con esa sonrisa te dice eso, una obedece.
Así que me fui.
Y lo que vi… todavía me da escalofríos.
El muro viejo de Chiang Mai, ese de ladrillos que rodea la ciudad antigua, estaba cubierto de miles de velitas encendidas. Cada una en su cuenco de arcilla, colocadas una por una. El fuego se movía con el viento y el reflejo bailaba sobre los ladrillos húmedos. Era como si la ciudad respirara luz.
Pregunté y me contaron que era la antesala del Loy Krathong y Yi Peng, los festivales de luces que se celebran cada noviembre. En esta ceremonia la gente enciende velas para soltar lo malo y dar la bienvenida a lo bueno.
Cada llama simboliza un deseo, una limpieza interna, una especie de “Ctrl + Alt + Del” espiritual. Algunos piensan en lo que quieren dejar ir (malas rachas, enojos, exes resistentes), otros en lo que quieren atraer: amor, suerte, salud, paz, wifi estable…
Y ahí estaba yo, mirando ese muro prendido fuego de belleza, con el pelo pegoteado y los pies empapados, pensando que si las velas pudieran hablar seguro se reían de todos nuestros dramas.
Chiang Mai de noche tiene esa magia: te baja las revoluciones y te recuerda que la belleza no hace ruido, solo brilla.
Esa noche volví al hostel oliendo a humo, pero con el corazón nuevo. Porque esas velas no solo iluminaban los muros: también me estaban encendiendo por dentro.
