Bueno… hoy salí a caminar sin plan, como a mí me gusta. Agarré y dije: “voy a ver qué me encuentro por las calles de India”. Y bueno, me encontré con de todo, como siempre.

Lo primero que me atrapó fue el olor… olor a frito, a dulce. Y ahí las vi: las Jalebi, esas masitas fritas en forma de rosca, todas naranjitas y brillantes. Están por todos lados, y lo mejor es que se las mandan desde la mañana temprano. ¿Desayuno liviano? No, mi amor. Acá arrancan con esto, y sí… me comí una. O dos. Bueno, ponele que tres. ¡Pero están buenísimas!
Equipaje inteligente para mujeres que se animan a recorrer Asia.


Después seguí caminando y me empezó a llamar la atención la cantidad de talleres de costura. Pero no como los de allá… no, no. Acá están en plena vereda, con las máquinas de coser, los hombres ahí, costurando a full. Me encantó ver eso, cómo se toman las medidas ahí mismo, al paso, en la calle. Y te hacen trajes a medida como si nada, con una rapidez… ¡una precisión!

Ir por las calles de Nueva Delhi no es como caminar por una ciudad. Es como meterte en una película, pero no de Bollywood, sino en una especie de documental con olor, caos, espiritualidad, calor, polvo, vendedores ambulantes, rezos, vacas sagradas y bocinazos. Muchos bocinazos. En serio. No se puede exagerar con eso.
Te bajás del metro o del rickshaw y lo primero que te invade es el olor. Pero no uno solo. No. Es un combo, una especie de perfume de India versión extrema: incienso ardiendo en un altar callejero, especias que flotan en el aire desde una olla gigante de curry, sudor humano (porque hace calor y humedad casi todo el año), un poquito de cloaca, pan recién hecho, y de fondo, el dulce olor de las flores que venden en las ofrendas. Todo junto. Como si el universo te dijera “¡Bienvenida a Delhi, nena, esto no es Europa!”
Los colores son otro capítulo. La gente se viste con una dignidad cromática que ya quisiéramos en Occidente. Mujeres con saris fucsias, anaranjados, turquesas, con dorados que brillan al sol como si fueran lentejuelas sagradas. Cada prenda parece salida de una caja de acuarelas. Los hombres también: algunos con kurta y pantalón blanco, otros en jeans y camisa como en cualquier ciudad, pero todos caminan con ese aire tan indio que mezcla espiritualidad con resignación alegre.
Y ahí vas vos, esquivando una vaca que se detuvo justo en medio del paso peatonal, porque sí, las vacas caminan libremente como si fueran reinas. Nadie las molesta, nadie las corre, y vos tenés que pegar un volantazo con el cuerpo para que no te embista con su panza divina. Las motos pasan por al lado sin frenar, y te juro que a veces sentís el roce del espejo retrovisor por la manga de tu remera.
Los sonidos… bueno, ya te dije lo de los bocinazos. En Delhi no se conduce: se sobrevive. Es como un ballet de caos sincronizado. Los autos, los tuk tuks, las bicicletas, las vacas, los peatones y los carros tirados a mano conviven sin chocarse (casi). Todos tocan bocina, todo el tiempo, no para quejarse como en Buenos Aires, sino como diciendo: “¡Estoy acá, no me aplastes!”. Es un lenguaje.

Y después están los vendedores. En cada esquina hay uno ofreciéndote algo: una samosa caliente, un chai que sale humeante de una ollita que parece de otro siglo, un collar de flores, un mapa, un tatuaje de henna, o directamente, un tour entero. Algunos te siguen unas cuadras, otros te saludan solo por gusto, otros quieren sacarse una selfie con vos porque sos extranjera. Todo eso pasa en una misma cuadra.
Culturalmente, Delhi es como una ensalada de siglos. Tenés templos hindúes con campanas y estatuas de dioses con mil brazos al lado de mezquitas gigantes donde resuena el llamado a la oración cinco veces al día. Gente que reza en silencio al lado de vendedores que gritan ofertas. Todo convive. Todo late. Todo está pasando al mismo tiempo.
Las mujeres locales caminan con una elegancia que desarma. Algunas llevan en la cabeza paquetes enormes con frutas, otras llevan a sus bebés en brazos envueltos en tela, otras van charlando entre risas con amigas, y muchas te miran con curiosidad y complicidad. Te sentís parte, aunque estés de paso. Y más si saludás con un “namaste” con las manos juntas. Es mágico cómo cambia el gesto de la gente cuando hacés ese saludo.

Y el calor, querida, no es solo físico. Hay un calor humano que te toca. Gente que te ayuda sin que se lo pidas. Una señora que te acomoda el pañuelo, un señor que te indica una calle con una sonrisa sin saber inglés, un niño que te mira con una mezcla de timidez y fascinación.
Delhi es una ciudad que te sacude. No es fácil. No es limpia. No es ordenada. Pero es profundamente viva. Caminás con los pies en el polvo y el alma en el cielo. Te vas a dormir agotada, con la cabeza llena de sonidos, olores, conversaciones que no entendiste y miradas que te marcaron.


Eso es lo que me gusta de estos días. Que no necesito planear nada. Salgo y el lugar me lo va dando todo. India no se explica, se vive. Y cuando pensás que ya viste todo… te tira algo más.
“Dato viajero: me quedé en Moustache Delhi, ideal para reponer energías después de tanto color, ruido y Jalebi ”
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