Si hay algo que Bali tiene, es que nunca te deja tener un “día normal”. Y este fue uno de esos días donde todo fue una mezcla entre película de aventuras, comedia romántica, y documental de la BBC. Me desperté con esa energía que te da saber que te espera un día entero para explorar rincones escondidos, empaparte (literal y emocionalmente) de cultura, y coleccionar anécdotas.

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Aventuras subterráneas: la cascada mágica de Tukad Cepung

Primera parada: Tukad Cepung, una cascada escondida en el corazón de una caverna. Cuando me dijeron “es medio secreta”, pensé: “ay qué místico, debe tener un caminito entre árboles, todo zen”. Bueno… nada de eso.

Para llegar, bajás unas escaleras infinitas y después te metés, literalmente, en una cueva. Oscura, húmeda, con piedras resbalosas. En un momento me encontré apretada entre dos paredes rocosas, con mi mochila enganchada en un arbusto, tratando de no pisar una rana (creo) y pensando: “PretiLyn, esto no estaba en el folleto”.

Y ahí, justo cuando la claustrofobia me empezaba a tocar el hombro, se abre la caverna… y aparece ella: una cascada imponente, cayendo desde lo alto, rodeada de piedra, y con un rayo de sol que entra desde el techo como si alguien lo hubiese puesto a propósito. Mágico. No hay otra palabra.

Me acerqué a sacar mi foto mística… y casi me voy de cabeza al agua. El piso resbalaba como jabón. Pero no importó, porque fue uno de esos momentos que te quedan grabados. Esa mezcla de naturaleza, luz y emoción es imposible de explicar bien, pero te juro que te sacude.

El camino, las terrazas y… ¿un murciélago saludándome?

Después de esa dosis de adrenalina y belleza, mi guía —el genio del día, siempre con una sonrisa que parece estampada en la cara— me llevó a las famosas Terrazas de arroz de Tegallalang.

Íbamos charlando tranquilos, cuando de repente siento que alguien me mira. Miro hacia un árbol… y no, no era una persona, era un murciélago. Gigante. A plena luz del día. Y me miraba fijo. Te juro que hasta parecía que me quería hablar. Tenía una cara que decía: “¿Y vos quién sos, humana con cámara?”

Fue un segundo surrealista. Me frené, lo saludé (sí, le dije “hola”) y seguí camino como si nada. En Bali ya nada me sorprende.

Cuando llegamos a las terrazas, la vista era de otro planeta. El verde es tan intenso que parece editado. Me saqué la clásica foto de turista feliz, y justo ahí vi un cartel que me hizo reír fuerte: “Prohibido sacarse fotos en posición de yoga”. Evidentemente, alguien alguna vez se entusiasmó demasiado con su flexibilidad y la cosa se fue de control.

El broche de oro: el Templo Madre, Besakih

Y cuando ya creía que el día no podía ser más completo, subimos hasta el Templo Besakih, el más importante de Bali. Está en la ladera del monte Agung, y cuando llegamos había una niebla espesa que le daba un aire de película.

Besakih: el templo que flota entre las nubes y las sonrisas

Llegar a Besakih, el templo más importante de Bali (y uno de los más imponentes que vi en mi vida), es como entrar a otra dimensión. Literalmente. Está ubicado en las faldas del Monte Agung, el volcán más alto de la isla, y ya desde que vas subiendo el camino serpenteante, se empieza a sentir una energía distinta… como si la montaña te estuviera invitando a entrar a su mundo sagrado.

Y cuando llegás, ahí está: el Templo Madre. Enorme. Majestuoso. Gris oscuro por la piedra volcánica, pero lleno de color por las ofrendas, los sarongs de los locales y las flores que adornan cada rincón. Tiene tantas escalinatas que si subís todas sentís que hiciste piernas para todo el año. Pero vale cada paso.

Lo más lindo no es solo el lugar (que ya es una locura), sino la gente que está ahí.

Hay señoras balinesas que caminan con flores en la cabeza y andan descalzas como si estuvieran flotando. Te sonríen con esa calma tan de ellos, como si supieran que vos estás ahí buscando algo más que una buena foto.
Hay niños que corretean entre los templos y monjes con túnicas naranjas que caminan lento, como si no tuvieran apuro ni aunque el tiempo se les escape.
Y por supuesto, están los turistas, que como yo, andan entre asombrados, empapados por la lluvia o la niebla, tratando de entender cómo tanta paz puede caber en un solo lugar.

Lo más impactante para mí fue la neblina. Había momentos en que las nubes bajaban tanto que parecía que el templo entero estaba flotando. No se veía más allá de unos metros, y eso le daba un aire místico total, como si estuvieras en un sueño balinés. O en el escenario de una peli épica, de esas donde una diosa aparece entre el humo.

Y como buena curiosa, me metí a caminar por donde no había nadie. Me encontré con templos más chiquitos, con patios silenciosos y sonidos de campanas a lo lejos. En uno de esos rincones, me crucé con un señor muy mayor, con la mirada más serena que vi en mi vida. No dijo nada. Solo me miró, sonrió y siguió caminando. Fue un segundo, pero de esos que te quedan clavados en el alma.

Besakih no es solo un templo. Es una experiencia.
Es la combinación perfecta entre espiritualidad, historia, paisaje y humanidad.
Es el tipo de lugar donde uno no va solo a mirar, sino a sentir. Y aunque no entiendas una palabra de los rezos o los rituales, te vas con el corazón un poquito más liviano… y los ojos llenos de belleza.

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Conclusión: me mojé, me tropecé, hablé con un murciélago y me enamoré un poco más de Bali

Este día fue un resumen perfecto de lo que es viajar: sorprenderte, mojarte con la lluvia, reírte de vos misma, conocer gente hermosa, y sentir que el mundo es mucho más grande —y más loco— de lo que pensabas.


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