Llegué a Ubud buscando calma. Quería estar rodeada de arrozales, de esos que te dan paz con solo mirarlos. Pero lo loco es que, a diez minutos del caos del centro, donde las motos se cruzan como si jugaran al Tetris, aparece otro mundo: senderos llenos de verde, silencio y aire limpio.
Me fui a caminar por el Campuhan Ridge Walk y el Subak Juwuk Manis Rice Field Walk, y fue como entrar en una pintura en movimiento. Caminás y cada paso es una postal. Hay puestitos con gente que vende sus cuadros, hechos por ellos mismos, con escenas de la vida entre arrozales o templos. Me encantaron. Son simples, pero tienen algo… como si el alma del lugar te mirara desde la tela.
Hago un paréntesis
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Y ahí me cayó la ficha. Hablando con un balinés súper simpático, me pregunta:
—¿Por qué los turistas a veces tienen cara de enojados si la vida es tan bella?
Me reí, porque sí… ¡nos descubrió!
Le expliqué que venimos de países donde el tráfico nos saca canas y los plazos nos persiguen. Y él, con la sonrisa más serena del mundo, me dice:
—Ah… ustedes no creen en el karma, entonces.
Y ahí me quedé muda.
Para ellos, el karma no es castigo ni premio: es como un boomerang invisible. Lo que das, vuelve. Por eso te sonríen, te ayudan, te saludan sin conocerte. Creen que si hacés el bien, la vida se encarga de devolvértelo.
Y mientras caminaba entre ese verde infinito, pensé que tenían razón: nosotros vamos por la vida a las corridas, y ellos simplemente… confían. Capaz que esa sea la verdadera sabiduría de Bali: andar despacio, sonreír mucho y no olvidarse de que todo lo que das, vuelve (así que mejor que sea lindo, ¿no?).
