Yo no sé si el universo me ama o si me tiene en su lista de entretenimiento personal.
Porque cada vez que me ve tranquila, fluyendo, respirando profundo y diciendo “ahora sí, estoy en paz”,
me manda un “jajaja, mirá esto”.
Esta vez venía bárbara: comiendo sano, meditando, sintiéndome toda espiritual y diciendo frases tipo “confío en el proceso”.
Y bueno… el proceso me pasó por encima.
Literalmente.
Un segundo estaba caminando tranquila, con la mente en modo “agradezco todo lo que tengo”,
y al siguiente estaba envuelta en gasas, con una enfermera diciéndome “relax”.
Yo la miraba con cara de:
“Señora, si supiera lo que me cuesta relajar hasta en la playa, no me lo pediría tan suelta de cuerpo.”
Entre el olor a alcohol y mi dignidad haciendo equilibrio, pensé:
“Bueno, capaz la vida tiene métodos bruscos, pero educativos son.”
Y lo son.
Porque entendí que los frenos no siempre están en la ruta.

A veces están en el cuerpo, en el cansancio o en ese ego que te dice “vos podés con todo” hasta que la vida te responde:
“Dale, heroína, a ver si podés con esto también.”
Y ahí quedás, con una venda, reflexionando y tratando de encontrarle el lado zen al dolor.
Lo loco es que aprendí cosas.

Por ejemplo:
- Que no hace falta hacerse la Rambo de la vida.
- Que podés frenar sin sentir culpa.
- Que no todo se arregla haciendo como si nada.
- Y que cuando la vida quiere darte un mensaje, te lo deja clarito, sin sutilezas ni notas al pie.
Pero, si te soy honesta, entre tanto susto, también me reí.
Porque me imaginé al universo tipo productor de reality show diciendo:
“A ver qué hace esta si le pongo un vendaje. ¡Cámaras, acción!”
Y ahí entendí algo más profundo (o al menos eso me gusta creer):
que a veces no se trata de seguir corriendo, sino de bajar el ritmo sin sentir que estás perdiendo el viaje.
Porque la vida te puede frenar, sí,
pero si te lo tomás con humor es mejor .
