Bueno, hoy Nadita se levantó espiritual —o al menos lo intentó— y se fue de recorrido por los templos de Ubud. Uno de los primeros fue el Templo Dalem, que está justo en el centro, entre el ruido de motos, taxis y mil ofertones de masajes. Pero apenas cruzás la puerta, boom: silencio absoluto. Es como si alguien apretara el botón de “modo paz”.

El lugar es chico, pero tiene una magia difícil de explicar. Las paredes están cubiertas de esculturas talladas a mano, guardianes de piedra con caras entre simpáticas y aterradoras, dragones con la boca abierta, y dioses que parecen vigilarte con cara de “no me toques el musgo”. Porque sí, todo está cubierto de verde, ese musgo húmedo que le da ese aire de templo perdido en la selva.
Entre medio crecen plantas tropicales enormes, flores fucsias y amarillas que decoran el lugar mejor que cualquier diseñador. Y, si prestás atención, vas a ver las ofrendas balinesas —esas canastitas llenas de flores, arroz y varillas de incienso que perfuman todo el aire—.
La entrada cuesta 20.000 rupias (un dólar con veinte, ponele), y la experiencia vale mucho más. Te quedás un rato sentada mirando a la gente del lugar acomodar flores, preparar ceremonias, y de golpe entendés por qué todo el mundo habla de la energía de Bali.
Y bueno, ahí estaba yo, Nadita versión “fotógrafa sin fotógrafo”, buscando a quién pedirle que me saque una foto con el templo de fondo. Ya tengo la técnica: sonrisa, “hello, can you?” y listo. Foto asegurada y recuerdo garantizado.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.

