Hoy me fui a conocer el Templo Azul de Chiang Rai, ese que todos me decían que no podía perderme. Y la verdad, después de haber visto el Templo Blanco, pensé: “Bueno, ya está, dudo que algo más me sorprenda”. Pero llegué… y me quedé quieta. Sin palabras. Es de esos lugares que te atrapan sin hacer ruido.
Desde lejos se ve el resplandor. No es un azul cualquiera: es un azul eléctrico, intenso, de esos que te hacen entrecerrar los ojos del reflejo. Las torres parecen querer tocar el cielo, y los dragones que flanquean la entrada se enroscan entre sí como si estuvieran vivos. Cada escama está decorada con pedacitos de espejo que reflejan la luz del sol y hacen que todo brille como si el templo respirara.
El lugar entero está tan limpio, tan prolijo, que parece recién inaugurado. A cada costado del camino hay esculturas con formas de criaturas celestiales, guardianes y dioses, todas con una expresión distinta. Y algo que me encantó: las flores. Hay flores por todos lados, azules, lilas, algunas naturales, otras talladas, como si el color se hubiera expandido más allá del templo.
El nombre original, Wat Rong Suea Ten, significa “Templo del Tigre Danzante”. Antiguamente, en este mismo terreno había un templo muy viejo que terminó en ruinas, y la gente contaba que los tigres bajaban del bosque a descansar junto al río. Años después, un artista local, Putha Kabkaew —discípulo del creador del Templo Blanco— decidió construir algo nuevo. Empezó en 2005 y lo terminó en 2016. Lo hizo como un homenaje al arte tailandés tradicional, pero con un toque moderno, donde cada rincón brilla.
Al entrar, el silencio te envuelve. El piso está tan pulido que casi te da miedo pisarlo. Frente a vos, un Buda blanco inmenso, sentado en posición de meditación, te recibe con una serenidad que impresiona. Las paredes son un espectáculo de color: azules intensos, dorados, plateados, figuras que representan el cielo, los dioses y el universo. Si levantás la vista, el techo parece pintado con galaxias. Y los detalles son tan minuciosos que podrías pasarte una hora mirando solo un rincón.
Hago un paréntesis
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A los costados del Buda hay columnas decoradas con filigranas doradas, pequeñas luces que cambian según cómo entra el sol. Y hay algo curioso: todo está tan perfectamente simétrico que, si te parás justo en el centro, parece que el lugar te abraza.

Cuando salís, el recorrido continúa. Afuera hay pequeños santuarios, más esculturas y fuentes. Algunas figuras representan guardianes del templo, otras parecen animales mitológicos que se retuercen entre el agua. Hay bancos para descansar, puestos con artesanías, y un aire de tranquilidad que no se encuentra en muchos lugares turísticos.


Y después de tanta caminata, hay una parada obligada: los helados. Pero no cualquier helado. En los puestos justo enfrente del templo venden un helado azul servido sobre una cáscara de coco. Arriba lleva crema azul, arroz dulce azul y agua de coco azul. Todo del mismo color, pero con distintas texturas y sabores. El tono azul viene de una flor tailandesa llamada butterfly pea, y el gusto es suave, cremoso y fresco. Es una combinación tan rara como deliciosa. Mientras lo comés, mirás el templo desde afuera y parece que estás en una postal que alguien se olvidó de cerrar.

