Cuando una piensa en la India, se imagina elefantes, templos, callecitas caóticas, vacas sueltas como si fueran vecinas de toda la vida, y sí… todo eso está. Pero hay algo más que no te cuentan: lo mucho que vas a transpirar (literal y emocionalmente) en un solo día.

Así empezó mi día en Jaipur, también conocida como La Ciudad Rosa. Rosa por fuera, pero por dentro te juro que tiene todos los colores. Mi primera parada fue el Fuerte Amber, que está a unos kilómetros de la ciudad, metido en una colina, y es tan grande que si lo querés recorrer todo, ¡mejor andá con zapatillas cómodas y una botellita de agua bendita!

Un fuerte que parece un laberinto mágico

El Fuerte Amber es como si Game of Thrones y una novela de Bollywood tuvieran un hijo. Murallas interminables, escaleras que van a lugares que no sabés si existen, pasillos que de repente te llevan a un mirador donde ves todo Jaipur desde arriba, como si fueras la dueña del mundo. O al menos del tráfico de tuk-tuks que suena allá abajo.

Cada rincón tiene historia, mármol tallado, espejos, patios de cuento… y entre escalón y escalón, pasa algo muy particular: la gente te empieza a pedir fotos. Pero no una o dos… ¡una tras otra! Al principio pensé: “¿Será que me confundieron con alguien?”. Pero no, simplemente los turistas extranjeros les generan curiosidad, y más si estás sola, rubia, sonriente y caminando como si ya vivieras ahí.

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Primero se acercó una nena. Tan dulce que me desarmó. Le dije “¡obvio!” y nos sacamos una selfie. Después vino la mamá. Después la abuela. Y después ya les dije: “Chicas, vengan todas juntas, ¡hagamos una foto familiar!”. Fue muy gracioso y también tierno. Ellos son muy respetuosos, como si les diera vergüenza molestarte, pero a la vez tienen esa chispa de acercarse con dulzura. Te juro que terminé sintiéndome como si estuviera en una fiesta de quince improvisada.

Después de tanto subir, bajar, posar, reírme y derretirme con el calor… era hora de comer.

Y ahí vino el thali, o como yo lo llamo: la bandeja de la gloria. No sé si estaba emocional, hambrienta o si simplemente la comida india tiene magia, pero fue uno de los almuerzos más intensos de mi vida. Y cuando digo “intensos” me refiero a todos los sentidos: sabor, olor, textura… y sí, hasta lágrimas (¡bendito picante!).

Me trajeron una bandeja de acero inoxidable con varios compartimentos, como si fuera un muestrario de todo lo que me iba a pasar por el alma en los siguientes 30 minutos.

¿Qué tenía ese bendito thali?

  • Arroz jeera (con comino): liviano, perfumado, con ese toque que te hace decir “esto no es el arroz que yo hago en casa”.
  • Dal makhani: unas lentejas negras cremosas, especiadas, que me hicieron cerrar los ojos del placer. Y también del fuego interno.
  • Curry de vegetales: espeso, potente, y tan sabroso que necesitabas un descanso emocional entre bocado y bocado.
  • Papas con comino y cilantro (aloo jeera): te juro que eran la definición de “papas con onda”.
  • Raita (yogur con pepino): bendito seas. Esto me salvó del incendio interno. Refrescante y con sabor a calma.
  • Gulab jamun: un postre dulce flotando en almíbar con cardamomo. Fue como un abrazo después de la tormenta.
  • Papad crocante: como una galleta que hace “crack” y combina con todo.
  • Y una mini ensalada de tomate, pepino y cebolla cruda, porque hay que equilibrar la locura con algo fresco.

Después de comer, me sentía como después de una buena sesión de terapia: aliviada, con lágrimas secas, y lista para seguir.

Siguiente parada: el Palacio de los Vientos (o como yo lo llamé: el balconcito de las chismosas reales)

Cuando me dijeron que íbamos al Hawa Mahal, me imaginé otra fortaleza enorme, pero no: es una especie de fachada de color rosa salmón, llena (¡llena!) de ventanitas pequeñas. ¿Cuántas? 953. Sí, novecientas cincuenta y tres ventanas. Porque claramente en esa época no había Netflix, así que mirar por la ventana era el plan más entretenido del día.

El palacio fue construido en 1799 para que las mujeres de la realeza pudieran espiar todo lo que pasaba en la calle sin ser vistas. Porque claro, ellas no podían salir ni mostrarse en público. Así que tenían estas ventanitas para ver las procesiones, los mercados, los desfiles… y capaz también algún que otro chisme del día.

Me imaginaba a las princesas tipo:

—“Mirá esa con el turbante nuevo, seguro se lo compró en oferta.”

—“¿Ese no es el hijo del maharajá que anda con la de la calle de los perfumes?”

Y así todo el día, tomando té y chusmeando a través de la celosía.

La brisa que entraba por esas ventanas es real. De ahí viene su nombre: Hawa Mahal significa “Palacio del Viento”. Y sí, se agradece, porque Jaipur en verano es un horno con incienso.

Conclusión:

Ese día fue una locura hermosa. Empezó con historia, siguió con un desfile de fotos que ni en un casamiento, me hizo llorar de risa, de picante y de emoción… y terminó mirando al mundo a través de 953 ventanitas que guardan siglos de secretos.

Viajar sola tiene eso: que vas liviana, pero cada experiencia te llena el corazón de una forma distinta. Y cuando lo contás, te das cuenta de que cada escalón, cada foto y cada bocado fue parte de un día inolvidable.


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Y el tour que hice al Fuerte Rojo de Amber fue, sin exagerar, una de esas experiencias que vale la pena vivir. Entre las 953 ventanas, los espejos locos y la historia real que se respira en cada rincón, sentí que estaba caminando por un cuento. Te dejo los datos por si querés hacer lo mismo, porque este paseo en Jaipur no puede faltar en tu viaje por India.

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