Hoy me levanté con un antojo raro: quería ver mariposas. Sí, mariposas. Así que me fui al Butterfly Park, ese lugar que todo el mundo menciona en Ubud. Y yo, ingenua, pensé: “Bueno, será un jardincito con tres mariposas dando vueltas, alguna medio mareada y listo.”
JA. Error monumental.
Entro y me encuentro con un invernadero gigante, no sé cuántos metros tendrá, pero te juro que parece del tamaño de una cancha de fútbol… ¡y está lleno de mariposas! Pero lleno, tipo plaga de belleza. No sabés si caminar o pedir permiso para pasar. Vas dando un paso y te cruzan tres. Das otro y una te pasa rozando la nariz. A la tercera vez ya ni pestañeás, porque entendés que ellas son las dueñas del lugar y vos una simple invitada.
Los primeros dos minutos confieso que me dio un poquito de susto. Digo, si se me posan todas encima, ¿me transformo en crisálida? Pero después, cuando ves los colores, te olvidás del miedo. Hay azules que parecen pintados con marcador flúo, otras naranjas que parecen de fuego, y unas blancas tan suaves que ni sabés si existen o las soñaste.
Y en eso aparece un señor balinés, muy sonriente, y me dice algo que entendí como “¿mano?”. Y yo, bueno, le doy la mano. Y me deja una mariposa del tamaño de una empanada. Viva. Ahí. Pegada a mi palma. Y no se movía. Yo tampoco. Fue un momento muy espiritual, pero más que nada de nervios porque no sabía si saludarla o pedirle que se baje.

La verdad, fue una experiencia preciosa. Terminé caminando entre mariposas como si nada, riéndome sola, porque me sentía parte del decorado. En un momento pensé: “si esto no es terapia, no sé qué lo es.”
La entrada cuesta 100.000 rupias (unos 6 dólares), y te aseguro que los vale. Es imposible salir de ahí sin sonreír o sin pensar que, capaz, las mariposas también te estaban mirando fascinadas a vos.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
