Después de pasar unos días en el caos místico de Varanasi, entre vacas sagradas, ghats milenarios y yogures Lassi, nos levantamos con ganas de un cambio de aire, así que decidimos hacer una escapada a un lugar también muy sagrado pero con más silencio: la Estupa Dhamek, en Sarnath, a unos 10 km de la ciudad.
Subirse a un tuk-tuk en India: una experiencia espiritual (más o menos)
Todo comenzó cuando nos subimos a un tuk-tuk, ese pequeño carrito motorizado que parece un triciclo poseído por un DJ de bocinas. Nuestro conductor, un señor simpatiquísimo, nos recibió con una sonrisa de oreja a oreja y una bocina que no descansó en ningún momento. Y cuando digo ningún momento, me refiero a que tocaba el claxon cada cinco segundos, aunque no hubiera ni una vaca, ni una persona, ni una hoja delante. Es como si el botón estuviera atado a su pulgar por reflejo nervioso. ¡Tocaba por costumbre! O por fe. O por las dudas.

Lo que no puede faltar en tu mochila si viajás por Asia.
En serio: India tiene una especie de cultura del claxon, en la que parece que si no lo usás, tu vehículo se siente solo.
Mientras íbamos esquivando motos, bicicletas, perros, vacas y humanos como si estuviéramos dentro de un videojuego en tiempo real, el chofer nos iba contando historias. Nos explicó, con mucha devoción, cómo las vacas son sagradas y que si una se te para en el medio del camino, te la bancás. Nada de tocarlas, ni hacerles un “¡shoo!”. No señor. Las rodeás con amor y silencio. Porque si las tocás o intentás correrlas… te puede caer la policía, literal. Así que todos tranquilos, con paciencia bovina.
Paan y veredas manchadas
En el camino también vimos algo que me llamó mucho la atención: las veredas estaban manchadas de rojo. ¿Por qué? Porque muchos hombres mastican algo llamado paan, que es como una mezcla de hoja de betel con tabaco o nuez de areca, que tiene efectos estimulantes y hace que te escupan como si fueran tomates cherry. Esa pasta rojiza la escupen en cualquier parte. Entonces ves calles enteras como si alguien hubiera pasado con pincel rojo marcando su ruta.
¡Es fuerte de ver al principio! Pero forma parte de la vida cotidiana allá.
Llegada al lugar sagrado: la Estupa Dhamek
Finalmente, tras un viaje lleno de bocinazos y saliva color escarlata, llegamos a la Estupa Dhamek, en el corazón de Sarnath. Y ahí sí: paz total.
Este lugar es importantísimo para los budistas, porque fue allí donde Buda dio su primer sermón, luego de alcanzar la iluminación. La estupa es gigante: mide 43.6 metros de alto y unos 28 metros de diámetro, construida en piedra y ladrillo con una base del siglo III a.C., aunque la estructura que se ve hoy es del 500 d.C. Lo que se siente ahí… es difícil de describir. Hay silencio, gente meditando, caminando en círculos con rosarios o sentados simplemente en postura de loto mirando la estupa.


Alrededor hay jardines inmensos, que se pueden recorrer con calma. No sé cuántos metros exactos serán, pero seguro más de 1.200 metros de puro verde, ruinas, esculturas antiguas y tranquilidad. Si venís de Varanasi, sentís que es otro mundo. Un respiro.
Me senté un rato, respiré profundo, y me puse a mirar a la gente. Había grupos enteros de monjes budistas vestidos de naranja, turistas como yo en modo zen improvisado, y locales que caminaban con una paz contagiosa. Fue un momento muy lindo.

El regreso… o algo así
Acá es donde todo se pone interesante de nuevo.
Cuando le dijimos al chofer que queríamos volver al hostel, nos miró con cara de “sí, obvio”, y nos empezó a pasear por media India. Primero, sin avisar, paró en una tienda de joyas. “Solo mirar, no comprar”, nos dijo. JA. Apenas entrás, te sacan té, te muestran 800 pulseras, y te explican por qué esa piedra representa la abundancia de la vida. Salís con un collar, una duda existencial y 20 fotos con el dueño de la tienda.
Después, otra parada: una tienda de telas. “Aquí buena pashmina, solo mirar”, nos dice. ¡Y otra vez! Una señora te envuelve en sedas, te hace girar como princesa y te cuenta que esa bufanda la usaba una reina de Cachemira. Yo, que iba a comprar agua, terminé probándome túnicas como si fuera en una pasarela espiritual.
Y así, después de unas cuatro paradas no solicitadas, llegamos al hostel. Pero, ¿sabés qué? No me molestó. Porque en el fondo, esas vueltas son parte del viaje. Te terminás riendo, aprendés a decir “no, gracias” en todos los tonos posibles, y te vas con una historia más para contar.
Y como si fuera poco, el chofer sacó una libretita donde tenía escritos los mensajes de los viajeros anteriores. Una especie de diario de ruta con elogios de todos los idiomas. Nos pidió si podíamos dejarle unas palabras. Y, claro, ¡le escribimos algo lindo! Porque el tipo fue parte del día, de la experiencia, del relato.

¿Qué aprendí de este día?Que en India el claxon es como el lenguaje del alma: si no lo hacés sonar, no existís.
Que los caminos nunca son lineales. Ni literal ni simbólicamente.
Que los tuk-tuks tienen GPS emocional, no geográfico.
Que siempre es mejor dejarse llevar un poco, mientras no te quieran cobrar tres veces lo que vale el viaje.
Y que, entre bocinazos, joyas inesperadas y estupas milenarias, hay aventuras que se quedan para siempre.
¿Querés seguir mis pasos por Varanasi?
Si querés hacer el mismo recorrido que hice yo —con vacas sagradas, yogures Lassi, bocinazos sagrados y toda la magia de los ghats— te cuento que me alojé en un lugar que fue un respiro entre tanta intensidad
Súper cómodo, bien ubicado y con buena vibra para viajeras como nosotras.
Reservalo acá: Moustache Delhi. y si no te paso otro hostales recomendados por Nueva Delhi.
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