Aterrizar en Bali fue como entrar a una película. Pero no una cualquiera, no. Una de esas en las que la protagonista se baja del avión sin saber muy bien qué va a pasar, pero con las ganas intactas. Apenas dejé la mochila, salí a caminar. ¡Tenía que ver todo!

Lo primero que noté fue que las veredas… no existen. O existen como una ilusión. Así que, después de esquivar un par de motos (y casi ser atropellada por un gallo en la esquina), decidí: “¡Nadia, alquilate una moto!”

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Obviamente, el del local me preguntó si sabía manejar. Yo, con toda la convicción del universo: “Sí, claro”. La verdad: ni idea. Pero eso no iba a detenerme. ¿Miedo? Sí. ¿Dignidad? Ya la había perdido cuando intenté cruzar una rotonda caminando.

Entonces me senté en la motito, vi un video de YouTube de 5 minutos tipo “cómo manejar una moto sin morir en el intento”, y salí. Bueno, salí disparada. La moto arrancó como si tuviera personalidad propia, yo gritaba, la gente me miraba, pero yo solo pensaba: “Ya está, esto es libertad”.

Y así, con la valentía que me caracteriza (y un poquito de inconsciencia también), me metí en todas las callejuelas que encontraba. Calles estrechas entre templos, aromas dulces, banderitas al viento y esas escenografías selváticas que parecen armadas solo para que uno se sienta en otro planeta. Piedra, flores, humedad, y yo pasando en mi motito, con una sonrisa en la cara y el casco torcido.

Cada rincón era una sorpresa. Podías doblar una esquina y encontrarte con un altar, una mujer haciendo ofrendas, un perro durmiendo la siesta o una liana colgando desde un árbol sagrado. Bali es así: te abraza, te sorprende y te suelta en su caos encantador.

Y como si fuera poco, mi primer departamentito aqui te lo dejo Bali Sekar Sari Homestay ,
me tenía reservada una escena de película. Subí a la terracita para mirar el atardecer… y me encontré con un mono. Literal, un mono. Estaba ahí, campante, mirándome como diciendo “¿Vos también vivís acá?”. Pasamos largo rato mirándonos sin decir nada. Fue un momento surrealista, hermoso, un poco incómodo también (¿le estaría gustando mi banana?).

En fin, Bali me recibió con todo. Con caos, ternura, bichos, curvas peligrosas y magia. Y yo, ComoSoyYo, medio torpe pero decidida, me dejé llevar. Porque a veces la libertad no es tener todo claro, sino animarse a no saber… y subirse igual a la moto.

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