Bueno, yo sé que soy medio alérgica a los lugares llenos de turistas. Me pasa que si veo un grupo con gorritos iguales y palo de selfie, empiezo a pensar que me metí en el decorado de una excursión de jubilados. Pero dije: “A ver, Nadita, estás en Chiang Mai, a un par de horitas del famoso Templo Blanco. No vas a volverte sin verlo, después te vas a arrepentir y vas a estar en el avión pensando ‘tendría que haber ido’.”
Así que, respiré hondo, y allá fui.
Saqué el tour con GetYourGuide (te lo recomiendo, te dejo el enlace directo), y me subí al micro con la mejor de las ondas, aunque el cielo ya venía medio nublado, con esa típica lluvia finita que no moja pero arruina cualquier peinado.
Y cuando llegué… ay, mamá.
Lo que ves no se parece a ningún templo. No tiene esa cosa dorada o antigua; esto parece un sueño blanco, una obra que se escapó del cerebro de un artista con demasiada imaginación. De hecho, así fue: lo creó Chalermchai Kositpipat, un artista tailandés que un día decidió que podía construir el templo más hermoso del mundo, con su propio estilo, y empezó en 1997. Lo más loco es que todavía sigue en construcción. O sea, el hombre va a dejar una obra que terminará —dicen— recién en 2070. A este ritmo, el templo va a tener más paciencia que yo esperando el wifi en los hostels.
Todo el conjunto es blanco, puro, brillante, con pedacitos de espejo que reflejan la luz. Es como si un pedacito del cielo se hubiera caído en medio de Chiang Rai. Pero lo mejor no es solo mirarlo, sino caminarlo.
Antes de llegar al templo principal, te encontrás con una escena digna de película: un mar de manos que salen del suelo. Miles. Están talladas con una precisión impresionante, todas extendidas hacia arriba, como si te suplicaran algo.
Ahí me quedé un rato observando. Algunas tienen gestos de dolor, otras de desesperación, otras parecen pedir ayuda. Dicen que representan los deseos humanos, el ego, las pasiones, los apegos, todo eso que no te deja avanzar.
Y mientras las miraba, me vino la frase: “para entrar al templo, tenés que dejar tu ego atrás.”
Y bueno… ahí me quedé pensando. Yo que venía medio apurada, que me quejaba porque llovía, que revisaba el celular cada dos minutos… esas manos eran un espejo.
Y te juro que si me decían que tenía que dejarlo todo ahí para cruzar, capaz que dejaba hasta el paraguas.

Después cruzás un puente blanco, finito, que representa el paso del mundo terrenal al nirvana. Es como si cada paso te dijera “soltá, soltá, soltá”, hasta que del otro lado entrás al templo principal, el Ubosot, que es… wow.
Adentro no se pueden sacar fotos, y me alegra. Porque no hay cámara que capture eso.
Las paredes están pintadas con murales gigantes que mezclan la vida del Buda con escenas de nuestra vida moderna.
Y ahí viene la parte que más me voló la cabeza: hay dibujos de Matrix, Batman, Spiderman, Michael Jackson, e incluso hasta Doraemon y Pikachu. Sí, no estoy delirando.
El artista quiso representar el caos del mundo actual, nuestras distracciones, el consumismo, la guerra, todo eso que nos aleja del equilibrio. Es fuerte, pero también te saca una sonrisa. Porque entre tanto superhéroe y color, sentís que te está hablando de vos, de todos.
El blanco del templo simboliza la pureza del Buda, y los espejos, la sabiduría que ilumina el mundo.
Y te juro que cuando estás ahí adentro, con el sonido del agua cayendo afuera y los turistas en silencio, se siente algo. Es como si te pusieran un espejo gigante enfrente, pero sin reflejar tu cara: refleja tus pensamientos.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
Después salís, y hay un parque enorme con esculturas rarísimas: cabezas colgando de los árboles, dragones, criaturas mitad humanas, mitad metálicas. Parece sacado de una película de Tim Burton en versión tailandesa. Pero entre tanto delirio visual, hay una paz impresionante.
Yo me quedé un rato largo caminando bajo la lluvia, mirando los detalles. Hasta los árboles parecen tener un mensaje. Es todo tan simbólico, tan trabajado, que te quedás hipnotizada.
Y sí, hay turistas, claro que sí. Pero el secreto está en bajar un cambio, ignorar el ruido, y mirar todo con la curiosidad de una niña. Porque el Templo Blanco no se “ve”, se experimenta.
Salí de ahí empapada, despeinada, pero con una sensación de haber visitado una obra de arte viva, una especie de espejo espiritual donde el blanco te limpia la mirada.
Y mientras me subía al micro, pensé: “Bueno, creo que el ego lo dejé entre las manos.”





