Hay días que uno se levanta con esa sensación de que algo lindo está por pasar. Y así fue hoy, cuando me subí a la camionetita rumbo al santuario de elefantes en Chiang Mai. Ya era la segunda vez que iba a ver elefantes, pero tenía esa intuición de que esta vez iba a ser especial. No sé si era el olor a selva o la brisa que se colaba por la ventana, pero algo me decía: “hoy vas a vivir algo que no se olvida”.
El camino era una postal tailandesa: montañas cubiertas de verde, casas de bambú, gallinas cruzando la ruta con más seguridad que los autos, y esa mezcla de aromas entre tierra, frutas y humedad que te hace sentir viva.
Al llegar, me encantó ver que el lugar era realmente un santuario de verdad, no de esos disfrazados de “ecoturismo” que esconden trucos. Acá los elefantes están libres, caminando a su ritmo, comiendo lo que quieren y bañándose cuando tienen ganas. Nada de montarlos ni de hacerlos posar: se los respeta como debe ser.
Nos entregaron unos baldes llenos de frutas, y fue el momento en que se me acercó el primero, con esa trompa inmensa que parecía tener GPS directo a mi mano. La sensación de que un animal tan enorme se acerque con tanta delicadeza es algo que no se explica. Le di una banana, y él me la recibió con una suavidad que te derrite. Después vino otro, más glotón, que metía la trompa en el balde sin pedir permiso. Era imposible no reírse.

Y cuando creía que el momento no podía ser más lindo, llegó la parte del baño. El agua tibia, el sonido de las risas, los cuidadores jugando, y los elefantes metiéndose con una alegría que contagiaba. En eso, uno de ellos se recostó justo al lado mío. Lo miré, él me miró, y el guía me dice:
—“Se acostó así para que te apoyes, podés recostarte en su pierna.”
Y ahí entendí que esos segundos eran puro regalo. Me apoyé despacio, y sentí una calma inmensa, una paz que no sabés de dónde viene. Ese gigante estaba ahí, dejándome formar parte de su mundo por un ratito.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
No sé si alguna vez te pasó, pero hay momentos en los que la naturaleza te habla sin palabras. Ese fue uno de ellos. Sentí que la vida se había detenido un segundo para recordarme lo simple y enorme que puede ser la conexión con otro ser vivo.

Esa foto, donde estoy recostada en su pierna, lo resume todo: la felicidad, el respeto, la ternura y ese asombro que te deja sin palabras. Los elefantes tienen eso: son imponentes, pero dulces; gigantes, pero serenos. Te miran y parece que te entendieran todo, sin juzgar, sin apuro, con una sabiduría que solo ellos manejan.
Cuando un elefante decide confiar en vos, simplemente te dejás llevar.
Y ese día, en Chiang Mai, me dejé llevar por completo.






