Hoy salí caminando, como siempre, sin rumbo fijo, con esa fe ciega en que los mejores lugares aparecen cuando no los buscás. Y así fue. Doblé por una calle cualquiera, de esas donde solo hay motos, cables colgando y algún gato que te mira con cara de “¿y vos qué hacés acá?”, y de repente, ahí estaba: un templo tan imponente que me tuve que frotar los ojos. Ni cartel tenía, ni en Google Maps figuraba. Perfecto. Si Google no lo sabe, más mío todavía.

Se llama Wat Saen Muang Ma Luang, aunque por dentro yo ya lo bauticé como el templo que me encontró a mí. Desde afuera ya se veía exageradamente lindo, con dorados que brillaban como si los hubiesen lustrado recién y un azul tan intenso que parecía Photoshop en la vida real. Pero cuando crucé la entrada, ahí sí me quedé muda: un elefante blanco gigante plantado frente a mí, como diciendo “bienvenida, humana despistada”. Le devolví la mirada, medio intimidada, medio tentada de preguntarle si cuidaba la puerta o si solo estaba posando para mis fotos.

Hago un paréntesis

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Caminé despacio, con ese respeto medio torpe que una tiene cuando no sabe si se está metiendo en un lugar sagrado o en una película. El piso relucía, los techos eran de madera tallada con dragones, flores, dioses y yo qué sé qué más. Todo tenía un nivel de detalle que ni mi abuela con el crochet. Y lo mejor de todo: no había nadie. Ni un turista, ni un grupo con sombreros iguales, ni la clásica señora vendiendo incienso. Nada. Solo yo, los monjes a lo lejos y el sonido de las campanas.

Me sentí como si hubiese entrado en una burbuja fuera del tiempo. Atrás del templo principal encontré una estupa gigante, y había un cartel que explicaba que ahí adentro estaban reliquias de Buda y restos de antiguos monjes. También decía que los devotos caminan alrededor en sentido horario, para mantener el ciclo de la vida y la energía. Así que, obviamente, allá fui yo, disimulando que sabía perfectamente lo que hacía, caminando con solemnidad y tratando de no tropezarme con nada.

Y mientras daba las vueltas, pensé que en el fondo todos hacemos eso: caminamos en círculos sin saber muy bien por qué, pero convencidos de que algo bueno va a salir. Cuando terminé, me senté en las escaleras, mirando el cielo entre las torres doradas, y sentí esa paz de cuando no tenés que entender nada, solo estar.

Estuve un buen rato ahí, sola, feliz, con esa sensación de haber descubierto un secreto que ni los locales te cuentan. Hasta que, claro, la magia se interrumpió cuando una paloma decidió aterrizar justo al lado mío, con la elegancia de un camión de carga, y casi me da un infarto. Así me devolvió a la realidad. Pero hasta eso fue perfecto, porque me hizo reír.

Salí del templo con el corazón liviano, todavía sin poder creer que semejante lugar no aparezca ni en los mapas. Pero supongo que hay lugares que se esconden para que los encuentres cuando estás lista. Y ese día, sin buscar nada, encontré uno de los templos más hermosos de mi vida.


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