Bueno, seguimos con la previa de la gran fiesta… aunque de “previa” no tiene absolutamente nada. Acá la gente vive en modo festejo permanente: tambores, luces, olor a incienso y fideos fritos por todos lados. Caminás dos pasos y ya te sentís dentro de un videoclip tailandés, versión mística.
En eso, doblando por una callecita que parecía no llevar a ningún lado, me topo con el Wat Saen Phang. Y no, no era un templo más: era una joyita blanca, toda delicada, con detalles dorados que relucían como si los hubieran pulido uno por uno con paciencia de monje zen. Estaba rodeado de velitas encendidas, miles, que parecían flotar entre el humo del incienso. Tenía algo hipnótico, como si el tiempo se hubiera quedado en pausa.
Me quedé un rato ahí, medio embobada, con esa sensación de “¿esto es real o me metí en una postal?”.
Sigo caminando y, de golpe, otro golpe visual: el Wat Bu Paran, que no sé quién lo pintó, pero se pasó de oro. Todo dorado. Todo. Paredes, columnas, hasta el aire parecía brillar. Uno entra y no sabe si mirar para arriba, rezar o ponerse lentes de sol. Lo loco es que no es uno de los templos famosos, de esos llenos de turistas. No, este está ahí, tranquilo, esperando que te pierdas y lo descubras.
Y como no podía faltar, terminé (otra vez) en los mercados, que acá parecen multiplicarse por arte de magia. Chiang Mai tiene eso: uno dice “voy a mirar nomás” y termina almorzando, cenando y comprando tres cosas que no sabe qué son.
Lo que más me gusta es cómo los locales se ayudan entre ellos. Todos compran entre todos, se recomiendan, se ríen, cocinan en la calle. Hay algo muy lindo en esa forma de comunidad, tan natural, tan cálida, que te hace sentir parte sin entender una palabra.
Y bueno… llegó el momento: me animé a probar bichos
Sí, esos que están en los puestos y uno siempre mira de reojo pensando “ni loca”. Bueno, hoy dije “ya está, Nadita, ahora o nunca”. Agarré uno amarillito, chiquito, crujiente, con pinta de haber sido alguien importante en su vida anterior. Y lo probé.
Te juro que fue una sensación de “¡puaj!… ¡mmm!… ¡epa!… ¡che, no está tan mal!”.
Tiene un gusto como ahumadito, entre papita frita vieja y semilla tostada. Raro, pero adictivo. No sé si fue el coraje o el picante, pero me vino un calor por dentro, una mezcla de emoción y miedo a que me mirara desde adentro, y me reí sola como una loca.
Definitivamente fue una experiencia Nadita total.
Chiang Mai tiene eso: te da sorpresas en cada esquina. Te pasás del silencio de un templo cubierto de velas a un mercado lleno de bichitos fritos y gente feliz. Y entre una cosa y otra, te das cuenta de que estás viviendo un caos hermoso, genuino y lleno de vida.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
