Bueno, ayer salí a caminar… o eso pensaba. Porque en Chiang Mai salir “un ratito” es como decir “me tomo un solo mate”: mentira pura.
Terminé metida de lleno en lo que ellos llaman la “pre-fiesta” del Loy Krathong, que según me habían dicho era tranqui, una especie de “antesala”.
Tranqui, sí… si tu referencia de calma es un recital de Coldplay mezclado con una procesión budista y un carnaval.
Desde el primer paso, la ciudad entera parecía un escenario. Calles con luces, templos dorados encendidos, música por todos lados y ese olor a incienso que te acompaña como si fuera perfume nuevo.
Y yo, obvio, con la cámara en la mano, el cuello torcido mirando para todos lados y una sonrisa de turista en trance espiritual.
Primero me topé con las bailarinas. Madres mías.
Un grupo de chicas tailandesas con trajes de seda, peinados perfectos y esas manos que se mueven despacito, como si peinaran el aire. Cada movimiento tiene un significado, eso me contaron después: los dedos simbolizan flores que se abren, las muñecas la suavidad de la vida. Yo mientras tanto pensaba: “Si hago eso, me da un calambre en el antebrazo”.
Pero es imposible no quedarse mirándolas. Todo tan sincronizado, tan delicado, que parece que el tiempo se detiene un rato para verlas bailar.
Después vino mi parte favorita: los monjes.
Los ves venir desde lejos, con esas túnicas color azafrán que contrastan con todo. Caminan en silencio, sin apuro, con una calma que te desarma. Cada uno lleva su cuenco dorado, y la gente se acerca con flores, arroz, frutas, o paquetitos de comida.
Y no, no es caridad. Es un ritual hermoso que se llama Tak Bat, donde los locales ofrecen (no regalan, no tiran: ofrecen, con respeto) y los monjes bendicen.
No piden nada. Solo reciben lo que la gente entrega, en silencio.
Y mientras todo eso pasa, vos sentís que el aire cambia. No hay bullicio, no hay apuro.
Es como si la ciudad bajara el volumen por un rato para recordar que hay cosas que se hacen con alma.
Yo ahí, parada con la cámara, con ganas de dejarles algo también… pero lo más espiritual que tenía era un paquete de chicles. Así que opté por mirar, sonreír y aprender.
Seguí caminando y de golpe… boom: el túnel de luces.
Pero no un túnel normal, eh.
Era una especie de pasillo luminoso con luces verdes y doradas, que te envolvían desde arriba como si hubieras entrado a otro planeta.
Todos caminaban despacito, mirando hacia arriba, como si de verdad no quisieran que se acabara.
Y no los culpo: entre las linternas, el humo del incienso y el reflejo dorado en las paredes, sentías que estabas adentro de un sueño.
Yo iba en modo “niña en navidad”, con la boca abierta, tratando de grabar todo con los ojos y sin chocarme con nadie (spoiler: me choqué igual).
Y después, cuando el sonido del río empezó a escucharse entre los puestos de flores y velas, llegué a la parte más mágica: el agua.
Hago un paréntesis
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La gente estaba toda a orillas del río Ping, dejando sus krathongs, que son unas pequeñas balsitas hechas con hojas de plátano y flores.
Algunas tienen forma de flor, otras de corazón, y todas llevan una vela o una varita de incienso.
En teoría, cada una representa un deseo o algo que querés soltar.
Era lindo ver eso: la calma antes de la gran ceremonia, esa sensación de “ya se viene” flotando en el aire.
Yo no vi tantas velas encendidas esta vez —porque todavía era la previa—, pero sí un montón de gente preparándolos, sonriendo, esperando su momento para dejarlos flotar.
Y así, entre las luces del túnel, los monjes recibiendo ofrendas, las bailarinas moviendo el aire y la gente preparando sus barquitos de flores, entendí algo:
acá todo tiene sentido.
Las luces no son adorno, son esperanza.
Las ofrendas no son gesto, son gratitud.
Y caminar entre todo eso no es turismo: es una especie de meditación disfrazada de fiesta.
Cuando volví, con la cabeza llena de imágenes y los pies pidiendo auxilio, pensé:

“Si esto es la previa, el 5 de noviembre directamente me iluminan el alma.”
Es uno de esos momentos en que la ciudad brilla… y vos también un poquito.
