Arranqué la tarde caminando sin rumbo, como siempre, y terminé en un templo que ni sabía que existía: Wat Sai Mon. De esos lugares que parecen llamarte sin decir una palabra. Entro y me encuentro con una fila de Budas, todos distintos, cada uno con su cofrecito adelante. Obviamente, yo tenía que preguntar, porque la curiosidad me puede más que la compostura.
Me explican que cada persona tiene su Buda según el día de la semana en que nació, y que en base a eso hacen sus ofrendas. Hay un Buda para el lunes, otro para el sábado a la noche, otro para el domingo a la tarde, y así. Cada uno representa algo distinto: paciencia, sabiduría, tranquilidad… cosas que claramente me vendrían bien.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
El lugar es una belleza. Una alfombra azul intensa en el centro, paredes cubiertas de pinturas mitológicas tailandesas que cuentan historias de dioses, animales sagrados y batallas celestiales. Te quedás mirando y parece que los personajes se van a salir del cuadro. Tiene ese silencio que te deja en paz, pero que también te dice “ya está, te relajaste lo suficiente, ahora salí al caos del mundo”.
Y el caos me esperaba justo afuera. Cruzo la calle y me encuentro con el mercado nocturno de Chiang Mai, ese lugar donde los sentidos colapsan pero de felicidad. Entre el humo de las parrillas, la mezcla de olores dulces y picantes, y los gritos de los vendedores, no sabés si estás en un mercado o en una fiesta.
Voy caminando tranquila y de repente me freno en seco. Frente a mí, una bandeja enorme llena de grillos fritos. No uno ni dos, una multitud. Doraditos, crocantes, con pedacitos de hierba limón para darles “sabor gourmet”. La vendedora me mira como si fuera la prueba final del viaje: “¿Te animás o no te animás?”. Todavía no, señora, todavía no.
Sigo avanzando y me cruzo con un ejército de cangrejos fritos. Chiquitos, con las patitas levantadas, como si estuvieran saludando. Y más allá, los calamares rellenos perfectamente acomodados en bandejas, con esa pinta de que te miran diciendo “en otro tiempo nadaba, mirame ahora en brochette”.
Entre el vapor, las luces, la música y los colores, el mercado parece una coreografía sin director. Los locales comen sentados en mesitas bajitas, todos charlando, compartiendo platos, mientras los turistas deambulan con cara de no entender nada pero querer probarlo todo. Yo me quedé un buen rato solo mirando, con esa mezcla de fascinación y miedo a que en cualquier momento alguien me ofrezca un escorpión con salsa.
Chiang Mai de noche es así. Te promete tranquilidad y te entrega grillos fritos. Te hace reír, te descoloca y te enamora igual.
