Yo iba caminando lo más tranquila, modo exploradora sin mapa, cuando de repente lo veo: un chedi blanco y dorado que brilla como si lo hubieran pulido con rayos de sol.
Era el Wat Ket Karam, y apenas subí las escaleras (custodiadas por dos dragones enormes que parecen salidos de una leyenda budista con presupuesto de Hollywood), me quedé congelada.
No por la pagoda —que ya de por sí es imponente—, sino por lo que había enfrente.
Un ejército de muñequitos de todos los colores y tamaños: gallitos, perros, tigres, caballos, bebés, monjes, bailarinas, y hasta algún superhéroe infiltrado que juro que vi. Todos ordenaditos, mirando al gran chedi blanco como si estuvieran alentando al Buda: “¡vamos maestro, otro milagro más!”
Me quedé un rato mirándolos, intentando entender si era una exposición artística o un mercado de juguetes que se había escapado del control. Pero no: una mujer me explicó, con esa paciencia budista que me faltó a mí, que cada muñequito es una ofrenda que la gente deja cuando se le cumple un deseo o un sueño importante.
O sea, ¡es un estadio entero de agradecimientos!
Cada figura representa una historia distinta: un examen aprobado, un amor encontrado, una cosecha buena, una operación que salió bien. Y ahí están todos, festejando en silencio.
El ambiente tiene algo mágico. Entre las flores secas, el olor a incienso y las guirnaldas de colores, te da la sensación de estar en medio de una fiesta espiritual en miniatura.
Hago un paréntesis
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A un costado hay un pequeño templo de madera, con un Buda dorado sereno, custodiado por velas y banderines que bailan con el viento. Todo tiene una vibra de gratitud mezclada con humor, como si el universo también tuviera su lado divertido.
Salí de ahí sonriendo, convencida de que Wat Ket Karam es el templo donde los sueños cumplidos no se escriben… ¡se miniaturizan!


