Kuta es puro ruido.

Motos, bocinas, vendedores, olor a protector solar… y yo ahí, caminando sin rumbo, buscando una sombra y un poco de silencio.

Y de pronto, entre todo ese caos, veo un portón rojo y un dragón mirándome fijo desde una columna.

Era el Vihara Dharmayana, un templo chino que está ahí desde el siglo XIX, mucho antes de que Kuta se llenara de surfistas y carteles de descuentos.

Hago un paréntesis

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Dicen que incluso el Dalai Lama lo visitó en los años 80, y no me sorprende: el lugar tiene algo.

Entrás y cambia todo.

El calor baja, el ruido desaparece y te envuelve ese olor a incienso que no sabés si te relaja o te marea.

Las linternas rojas cuelgan del techo, los dragones parecen moverse con la brisa, y los monjes caminan tan despacio que parecen flotar.

Me quedé un rato mirando todo sin entender muy bien por qué ese lugar me tranquilizaba tanto.

Afuera, la vida seguía gritando.

Adentro, el tiempo parecía haberse detenido.

Y pensé que Bali tiene esa manía de esconder sus mejores lugares justo donde nadie los busca.

Yo solo quería sombra… y terminé encontrando un templo con historia, dragones y calma.



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