Me levanté en Bali con el alma aventurera y el pelo pegoteado.
Agarré la mochila, la miré y ella me miró a mí.
No dijo nada, pero me susurró con energía balinesa: “Dejá de hacerte la superada, quedate quieta.”
Así que ese día no hice nada.
Nada. Ni un templo, ni un arrozal, ni una historia de Instagram.
Solo miré el ventilador girar como si fuera una atracción turística.
Y te juro que fue hipnótico.
La culpa, esa mala compañera de viaje
No sé quién inventó eso de “aprovechar el día”, pero claramente nunca viajó con 35 grados y humedad del 90%.
A veces una no “aprovecha el día”, una sobrevive al clima.
La culpa me perseguía igual:
“¿En serio vas a quedarte tirada cuando podrías estar meditando frente a un volcán?”
Sí, culpa, hoy medito mirando el techo.
Om.
Las revelaciones de la inactividad
Cuando te animás a no hacer nada, pasan cosas.
De verdad.
Te das cuenta de que el arrozal no se va a mover, el templo no se va a escapar, y la vida sigue aunque no subas una historia.
Además, descubrís que:
– El sonido del ventilador puede ser terapéutico.
– El café frío no está tan mal.
– Y que tenés la misma remera desde el martes y nadie murió por eso.
El lujo de no hacer nada
La gente habla de “lujo” como si fuera tener vista al mar.
Pero el verdadero lujo es tener un día entero sin plan, sin culpa y sin alarma.
Un día para existir, no para rendir.
Así que si algún día viajás y sentís que “no estás haciendo nada”, recordá esto:
ni el Buda tenía itinerario.
Y si él no se apuraba, vos tampoco tenés por qué.


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