A veces una se pasa años corriendo detrás de cosas que cree importantes: cumplir objetivos, trabajar sin parar, tachar pendientes… hasta que un día te das cuenta de que en todo ese ruido te fuiste dejando a vos misma al costado del camino.

Yo también estuve ahí. Pensando que si me esforzaba más, iba a llegar “a ese lugar”. Pero la verdad es que no sabía bien cuál era ese lugar. Hasta que empecé a viajar. Y entendí que lo que me hacía sentir viva no era cumplir metas, sino descubrir. Conocer culturas nuevas, escuchar otros idiomas, probar comidas raras, reírme con gente que acabo de conocer. Sentirme parte del mundo y, a la vez, libre de todo.

Viajar me enseñó a disfrutar lo sencillo: un amanecer, una charla, una caminata sin rumbo. Y a entender que no hace falta tener todo planeado para que las cosas salgan bien. Que la vida no se trata de controlarlo todo, sino de animarse a vivirla.

Y mientras tanto, no perder el contacto con los que quiero. Porque aunque esté lejos, los siento cerca. Hoy es fácil estar conectados, y eso me recuerda que la distancia no separa tanto como el miedo.

Porque sí, la vida es corta. Y cuando algo te da miedo, ahí es.

Porque si te da miedo… es porque vale la pena.

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