Hay lugares que uno ve en fotos y dice: “Bueno, seguro hay mucho filtro acá”.
Pero después llegás, y te das cuenta de que el único filtro que hay es el aire húmedo y el perfume a tierra mojada.
Así fue cuando me fui rumbo a Tegallalang Rice Terrace, el sitio donde el verde no es un color: es un estado mental.
Apenas llegué, me cobraron 70.000 rupias y yo pensé:
“¿Me están cobrando para ver arroz? Bueno, esperemos que sea con vista panorámica al alma.”
Y sí. Era exactamente eso.
Entré, y ya a los dos pasos me olvidé de todo. El lugar es tan impresionante que hasta los pensamientos se te quedan quietos, como si también quisieran mirar.
Las terrazas de arroz parecen escaleras hechas por la naturaleza. Bajás un tramo, subís otro, te cruzás con canales de agua que brillan, y si tenés suerte, ves a los campesinos trabajando como si nada, descalzos, tranquilos, con una paz que te desarma.
Ellos no apuran el paso.
No miran el reloj.
Y ahí una entiende que en Bali, el tiempo no se mide en horas: se mide en movimientos de agua.
Mientras caminaba, me acordé de que este sistema se llama subak, y tiene más de 500 años. Es una forma cooperativa de repartir el agua entre los agricultores, pero también una forma de vivir.
Ellos creen que el agua no solo riega el arroz, riega el alma.
Y yo, que ya iba medio mareada de tanto verde, pensé:
“Mirá vos… en Argentina el agua se corta, y acá la bendicen.”
Seguí caminando sin rumbo, porque si algo me sale bien, es perderme con estilo.
Había caminos que parecían senderos secretos, escaleras que no sabías si llevaban a un mirador o a otro planeta, y rincones donde el viento hacía un ruido suave, como si el arroz estuviera murmurando algo.
Y yo ahí, con mi cámara en una mano y un pedacito de espiga en la otra, filosofando.
En un momento me crucé con un hombre mayor, trabajando el arroz. Nos miramos, sonreímos, y sin entendernos con palabras, entendí todo.
Él seguía su ritmo tranquilo, y yo, que suelo correr hasta cuando no hace falta, me quedé un rato mirándolo.
Pensé: “Capaz que este lugar está hecho para eso, para que los que vamos rápido aprendamos a frenar.”
Después subí a un pequeño café con vista a todo el valle —uno de esos que parecen sacados de una postal. Me pedí un jugo frío, y mientras esperaba, vi cómo el cielo se iba poniendo dorado, como si el día también se estuviera despidiendo lento.
Era uno de esos momentos en los que no pasa nada… y sin embargo, pasa todo.
El aire era tibio, los sonidos suaves, la gente caminando despacito entre los arrozales… y yo ahí, en mi mundo, agradecida, feliz, medio embarrada, pero feliz igual.
Y pensé: “Qué lindo cuando la belleza no necesita hacer ruido.”
Volví a Ubud al atardecer, con el corazón tranquilo y los pies cansados.
Y aunque no hice nada “épico”, juro que fue uno de esos días que se te quedan guardados como un secreto feliz.
Porque Tegallalang no es solo un paisaje: es una lección escondida entre las hojas del arroz.
Te enseña que la vida también puede ser eso: una caminata lenta, un poco de barro, y un montón de gratitud.
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
(No prometo que no te emociones, pero sí que vas a ver el verde más vivo de tu vida).
