Bueno… hoy me fui a Monkey Forest, la reserva más famosa de monos de Ubud. Todo el mundo te dice “tenés que ir, es mágico”, pero nadie te aclara que también es una mezcla entre El Rey León, Misión Imposible y Locos por el robo.
Apenas llegás, antes de que te vendan la entrada, ya te tiran el manual de supervivencia:
“No traigas anteojos, no traigas celular, no traigas comida. No los mires a los ojos. No corras. No grites. No existas.”
Y yo, obviamente, con el celular en la mano, los lentes puestos, una botellita de agua y una banana en la mochila. Básicamente, la candidata perfecta para el próximo ataque simiesco.
Entrás y ya desde los primeros metros los ves. Están por todos lados. En el piso, en las ramas, en los carteles, en los hombros de los turistas… Es su mundo, y vos estás ahí de invitado. Te miran con una mezcla de curiosidad y desconfianza, como diciendo:
—“A ver, humana, ¿cuánto tiempo vas a tardar en hacer algo estúpido?”
El lugar es realmente hermoso. Es una selva densa, verde, con raíces que parecen serpientes gigantes y templos antiguos cubiertos de musgo. Hay estatuas de piedra con cara de demonio, fuentes, puentes de madera y un olor a humedad que te hace sentir que estás en medio de una película. Pero entre tanta belleza, los protagonistas son ellos: los monos.
Los bebés son lo más tierno del universo. Saltan de rama en rama, se cuelgan de las colas de los adultos y a veces te miran con esos ojitos de “adoptame, por favor”.
Después están los adolescentes, que son un caos: se pelean, se empujan, se gritan, se sacan cosas de las manos, y a veces hacen parkour sobre tu cabeza sin pedir permiso.
Y los adultos… bueno, los adultos son los verdaderos jefes. Caminan con una seguridad que ya la quisiera cualquiera. Se sientan en el medio del camino y te obligan a frenar, porque si lo esquivás mal, te ganás una mirada de “¿vos sabés con quién te estás metiendo?”.
En un momento, uno se me cruzó y se quedó ahí, sentado, mirándome fijo. Yo congelada, sin saber si saludarlo o tirarme al piso en señal de respeto. Al final hice lo único que me salió: sonreírle como una idiota.

Spoiler: no le gustó.
Así que bajé la cabeza y seguí caminando despacito, como si nada hubiera pasado.
A los costados del sendero hay guardias del parque que te observan con cara de “ya viene el próximo al que le van a robar los anteojos”. Ellos ya lo saben: los monos son profesionales.
Vi uno que directamente le sacó el agua a un turista, la abrió con total destreza y se la tomó mirando al tipo, como diciendo:
—“Gracias, campeón, la necesitaba.”
Hago un paréntesis
Antes de seguir con la historia: si querés resolver el alojamiento rápido (sin abrir veinte pestañas), esta es la opción que yo miraría primero. Bien ubicada y con muy buenas valoraciones.
Y sí, hay un mini “hospital de monos” para los que se pasaron de confianza. No porque los monos sean agresivos, sino porque la gente no entiende que son animales, no influencers. Vos los ves y te da ternura, pero si los molestás, se defienden. Es simple: no toques, no mires fijo, no invadas.
Entre susto y carcajada, pasé más de una hora ahí adentro. Te juro que por momentos no sabía si reír o correr, pero era tan divertido que me quedé. Ver cómo interactúan, cómo se roban cosas entre ellos, cómo se miran, cómo cuidan a los bebés… Es una locura hermosa.
Salí viva, con el corazón latiendo fuerte, el celular todavía en mi poder y una historia que no me voy a olvidar jamás.
Monkey Forest no es solo una visita: es una experiencia. Es como si la selva te dijera:
—“Bueno, ahora aprendé a soltar el control y reíte de vos misma.”
Así que si venís a Ubud, haceme caso: andá a Monkey Forest (pero sin anteojos, sin celular y con sentido del humor) y quedate en Pondok Bisma, donde vas a entender que la felicidad puede venir en forma de panqueque gigante.

