Hoy me levanté con ese pensamiento zen de: “hoy no hago nada”.

Lo decía convencida, con cara de iluminada y todo.

Spoiler: no cumplí ni cinco minutos.

Salí a caminar “solo un ratito” y terminé recorriendo medio Ubud como si me hubieran soltado en una maratón espiritual. Porque claro, una dice voy a mirar la vida local, pero después te ves ahí, mirando a las mujeres sembrando arroz, y te das cuenta de que ni en tus mejores días de yoga podrías mantener esa postura. ¡Y ellas, felices! Impecables, maquilladas, con flores en el pelo y una sonrisa que te deja chiquita.

Hago un paréntesis

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Yo, chivando como un pollo, pero fascinada.

Amo cómo los balineses te hacen sentir. Te saludan, te sonríen, te preguntan cosas con una curiosidad hermosa.

Y cuando les decís que sos de Argentina, se ilumina el universo:

—Messi! Messi!

Y yo, como buena cordobesa embajadora, les digo: “sí, mi primo, el de Rosario”. Me miran con una mezcla de respeto y devoción.

Después de tanto caminar sin rumbo, terminé cayendo en un hostel familiar que me robó el corazón:

Pondok Dis Bisma.

Lo atiende una familia que parece salida de una novela balinesa. La madre, siempre sonriente, me ofreció un té con cara de “acá cuidamos gente, no huéspedes”. El padre se apareció al rato preguntando si necesitaba toallas, y los hijos, unos personajes, me saludaban cada vez que pasaba, como si fuera la reina de Inglaterra.

Las camas están separadas con cortinitas (lo más parecido a tener tu propio mini departamento sin pagar el alquiler) y la ducha tiene una presión de agua que debería estar en los rankings mundiales de felicidad.

Además, hay unos perritos gorditos y de cara graciosa, medio mezcla de todo, que se pasean como dueños del lugar. Uno me siguió hasta la habitación, se tiró al piso y me miró como diciendo “acá nos quedamos, humana”.

A la noche, la vida me regaló el broche de oro: el bar de al lado se puso a tocar rock balinés.

Yo pensé: bueno, balinés, tranquilo, tipo espiritual.

No, no.

Arrancan con una batería infernal y, de repente, el cantante se manda un “We Will Rock You” versión tropical.

O sea, Freddie Mercury reencarnado en un balinés con pareo.

Yo, feliz. Bajo la lluvia, cerveza en mano, con el público local cantando a los gritos. En ese momento entendí todo: mi plan de no hacer nada había sido un éxito rotundo.

Porque a veces no hay que correr detrás de templos ni cascadas. A veces el mejor plan es quedarse quieta, dejar que te llueva encima, hablar con un balinés sobre Messi, y escuchar Queen en una noche de Ubud.

Y así, sin buscarlo, terminás viviendo uno de esos días que no parecen especiales… pero que te hacen amar la vida.

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