El dragón que me sacó el alma… pero me regaló el cielo

Dicen que son 500 escalones, pero yo te juro que sentí que subí 500.000. El calor, la humedad, el cansancio… todo valió la pena cuando llegué y vi esto: un dragón gigante de piedra recorriendo la cima de la montaña, majestuoso, imponente, casi mágico.

Te cuento algo que me encantó: el nombre Hang Múa significa “Cueva de la Danza”. ¿Por qué? Porque, según cuentan, en la época del rey Tran (siglo XIII), este lugar era donde las concubinas del rey venían a bailar para entretenerlo. Imaginate eso: un paisaje natural imponente, y en el medio, mujeres bailando para un rey… como si fuera una versión vietnamita del teatro con vistas.


Le di la cámara a una pareja que también estaba sin aliento, y les pedí que me sacaran una foto. Porque este momento quería recordarlo con todo: el sudor, el logro, la vista.
Y aunque terminé muerta, también terminé viva. Porque si hay algo que aprendí en este viaje es que las mejores vistas siempre están al final del esfuerzo.

Después de esos interminables escalones, el sudor, el dragón y la vista que me dejó sin palabras, conocí a un chico vietnamita. Así, de la nada, entre risas, cansancio compartido y la magia de estar en el mismo lugar, aunque viniéramos de mundos distintos.
Charlamos, caminamos y terminamos comiendo en un lugarcito local que él conocía —auténtico Vietnam, con sabores que me explotaron en la boca y gestos que no necesitaban traducción.
Ahí entendí que viajar no es solo llegar a la cima… sino lo que pasa después. Lo que te conecta. Lo que te transforma.

Entre montañas de piedra caliza que parecen sacadas de una película de fantasía, me subí a un bote remado a mano por una mujer vietnamita.
El agua, tranquila como espejo, reflejaba la inmensidad del verde que me rodeaba. No era Halong Bay, pero era igual de majestuosa. Era Tam Cốc, y yo, ahí, vestida con un piloto mojado, un sombrero típico y los ojos llenos de asombro.
No hacía falta hablar mucho. Solo mirar, respirar y dejarme llevar.
A veces, viajar es eso: flotar entre mundos que no sabías que existían.

Me subí a ese botecito pensando que iba a remar yo… ¡ja! Claramente no. La señora vietnamita que lo manejaba era una profesional de nivel olímpico, remaba con los pies mientras yo intentaba no volcarme del asombro.

En zonas como Tam Coc o Trang An, donde los paseos en bote duran horas bajo el sol, usar las manos para remar puede ser agotador. Así que los remeros —en su mayoría mujeres— desarrollaron una técnica donde usan las piernas para empujar los remos, dejando las manos libres para descansar, atender a los turistas o incluso… ¡responder mensajes de texto!

Pero además de práctico, también es cultural. Esta forma de remar se ha pasado de generación en generación. Y no es tan fácil como parece: ¡hay que tener coordinación, fuerza en las piernas y equilibrio!Rodeada de montañas de piedra que parecían decorado de Jurassic Park versión zen, solo me quedaba mirar, sonreír y disfrutar el paseo… aunque entre el sombrero que me volaba, el chaleco salvavidas, el piloto y la humedad, parecía más lista para un reality de supervivencia.
Pero no importaba. Porque Vietnam te da eso: aventuras que no planeás, ropa que no combina y momentos que se quedan para siempre.


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